BLOGS DE JOAQUÍN JOSÉ FERNÁNDEZ DOMÍNGUEZ

Una mirada personal al universo de la música, el cine, los libros, el arte y la cultura en general.


Interquerencias:

La música, el cine, el libro, el arte tienden de manera natural el uno al otro. Yo tiendo de manera natural hacia ellos o, ¿quién sabe?, quizá sean ellos los que tienden hacia mí. Dedico mi blog en especial a todos los "interquerentes" que por el mundo son.

Marilyn Monroe lee "Ulysses" de James Joyce

James Dean escoge un disco para escuchar

La calle Concepción de Huelva con una cartelera de la película "Lanza Rota" de Edward Dmytryk, circa 1955

Welcome to my World [ Canción de Jim Reeves]

Allá hallarás mi querencia. El lugar que yo quise. Donde los sueños me enflaquecieron. Mi pueblo, levantado sobre la llanura..., como una alcancía donde hemos guardado nuestros recuerdos. Sentirás que allí uno quisiera vivir para la eternidad. El amanecer; la mañana; el mediodía y la noche, siempre los mismos; pero con la diferencia del aire. Allí, donde el aire cambia el color de las cosas; donde se ventila la vida como si fuera un murmullo; como si fuera un puro murmullo de la vida.

[Juan Rulfo. Pedro Páramo]

En el lenguaje el hombre existe en su hoy, se vive; se siente vivo en su pasado, hacia atrás, se retrovive; y, más aún, se juega su carta hacia el futuro, aspira a perdurar; se sobrevive.

[Pedro Salinas. Defensa del Lenguaje]

Desperté ya entrada la noche. Abajo, Gertrud cantaba una canción popular, la luz de la lámpara estaba encendida. Una lámina transparente con el portal de Belén y la adoración de los pastores brillaba tenuamente sobre la alta cómoda. En la mesa blanca plegable, entre los demás regalos de mi hermano, estaba el cinematógrafo con su chimenea curvada, su lente circundada por el latón delicadamente trabajado y su soporte para los rollos de película. Tomé una decisión rápida, desperté a mi hermano y le propuse un trato. Le ofrecí mis cien soldados de plomo a cambio del cinematógrafo. Como Dag tenía un gran ejército y siempre estaba enzarzado en asuntos bélicos con sus amigos, llegamos a un acuerdo satisfactorio para los dos. El cinematógrafo era mío.

[Ingmar Bergman. Linterna Mágica: Memorias]

Larry (suspira): Oye, quedamos en que si yo iba la semana que viene a la ópera de Wagner tú verías todo el partido de hockey sin rechistar.
Carol: Sí, cariño, ya lo sé. Te lo prometí.
Larry: Yo ya me he comprado los tapones.
Carol: Sí. Pues con la vista que tienes dudo que veas el disco.

[Woody Allen. Misterioso Asesinato en Manhattan. Diálogo entre Woody Allen y Diane Keaton]

Ethan: What you saw wasn't Lucy.
Brad: But it was, I tell you!
Ethan: What you saw was a buck wearin' Lucy's dress. I found Lucy back in the canyon. Wrapped her in my coat, buried her with my own hands. I thought it best to keep it from ya.
Brad: Did they...? Was she...?
Ethan: What do you want me to do? Draw you a picture? Spell it out? Don't ever ask me! As long as you live, don't ever ask me more.

[John Ford. Centauros del desierto. Diálogo entre John Wayne y Harry Carey Jr]

Lady sings the blues
She tells her side
Nothing to hide
Now the world will know
Just what the blues is all about

[Billie Holiday. Lady Sings the Blues]

Si la vida fuese justa, Elvis estaría vivo y todos sus imitadores estarían muertos.

[Johnny Carson]


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viernes, 30 de diciembre de 2011

EDWARD HOPPER: ARRIMADOS AL SOL QUE MÁS ALIENA


¡Duerme el mundo partido hacia adelante!
¡Vela la sombra interna! ¡La luz nace!

¡Vendado el mundo externo –fe del día–,
piensa ciega a la luz que en él cobija!

[Emilio Prados. “La realización del mito”]



El pintor estadounidense Edward Hopper fue, sin duda, uno de los más hábiles diseccionadores de la sensibilidad particular que, en buena manera, caracterizó al hombre del siglo XX: angustia, melancolía, soledad, aislamiento -sentimientos estos que fueron perfectamente epitomizados y plasmados por Hopper en sus cuadros mediante la exploración, sistemática y concienzuda, de un todopoderoso y omnipresente concepto de alienación que recorre transversalmente su obra pictórica.

Para la representación formal del gran tema de la alienación y sus factores coadyuvantes, Hopper solía recurrir a dos espacios pictóricos claramente diferenciados: por un lado, los interiores oscuros, sombríos, del tipo de una habitación de hotel, una mesa de bar o un vagón de tren; por otro, los exteriores soleados, luminosos, de amplios espacios abiertos. En definitiva, una muy personal imaginería pictórica dual puesta al servicio de la expresión desnuda, descarnada de la angustia vital del hombre moderno, tanto en los ambientes cerrados (claustrofobia) como en los espacios abiertos (agorafobia).

De entre las pinturas de la serie que podríamos definir como de “alienación agorafóbica”, me gusta especialmente la que Hopper pintó en 1960, ya dentro de su última etapa, con el título de People in the Sun (“Gente al sol”), la cual se expone en el National Museum of American Art de Nueva York. En lo tocante a la composición y el color, son fácilmente reconocibles en ella algunos de los rasgos definitorios del estilo pictórico del estadounidense: composición cimentada en formas geométricas grandes y sencillas; utilización de elementos arquitectónicos para introducir acusados contrastes en la escena (así por ejemplo, la horizontalidad que domina el paisaje es quebrada abruptamente por la verticalidad del edificio que, fragmentariamente, se inserta a la izquierda del cuadro); empleo de áreas de color planas, en las que los tonos azulados (cielo, montañas y sombras) y ocres (campo, puerta y ventana del edificio, sillas) contribuyen a realzar la luz clara, intensa que delimita con enérgica precisión las formas y ángulos sobre el lienzo.

En un primer momento, el trazo realista de la obra parece presentarnos una escena amable, colorista, luminosa (un grupo de personas, sentadas al aire libre, toman relajadamente el sol, y una de ellas, a su vez, lee un libro), fruto del vistazo momentáneo a los espacios y a las gentes que caracterizaba la mirada artística del voyeurista social que fue Hopper.

En un análisis más detenido, el sobrecogedor reverso de la escena va dibujándose con extraordinaria nitidez ante nuestros ojos y vamos descubriendo que en ella nada es lo que parece: desde las montañas, que parecen ondularse extrañamente cual si de las olas del mar se tratase, hasta los individuos que parecen estar absortos en su placentera contemplación. Los amplios espacios abiertos del paisaje producen, en realidad, una sensación de angustia, asfixia, opresión, enclaustramiento; la balsámica calma total que impregna la atmósfera del cuadro evoca, no obstante, desasosiego, aislamiento, soledad. Y, por encima de todo ello, la radiante luz del sol es un mero artificio, convirtiéndose en un infalible agente alienador. De este modo, las personas que aparentan disfrutar de la plácida visión del entorno son, en verdad, seres alienados, que han perdido todo vínculo sensorial y afectivo con el medio exterior y con su propia identidad personal, hasta el punto de mostrársenos como meros maniquíes que no parecen contener en su interior ni un ápice más de vida que las sillas de madera que los sostienen (precisamente de la madera de una marioneta parece haber sido fabricado el brazo con final en amorfo muñón del hombre calvo de traje gris que aparece en primer plano). En realidad, estos individuos tornados en puros autómatas por efecto de la alienación no pueden ver nada: ni la luz solar, ni el paisaje, ni unos a otros, rasgo este último muy habitual en el universo pictórico de Hopper, donde la sensación de soledad del ser humano se amplifica y acentúa aún más al ser normalmente experimentada en la cercana pero estéril compañía de otros congéneres igual de solitarios. Que estas tristes criaturas sedentes habitan un lóbrego mundo interior de sombras lo denotan los oscuros cercos que rodean sus ojos, prueba evidente de la acusada ausencia de contacto con la luz que preside sus días; esto, en el largo plazo, conducirá a la irremediable y completa desfiguración de sus rostros y de su personalidad, como parece sugerir el hecho de que ni siquiera podamos ver la cara de la mujer rubia que cierra la fila. En la esquina inferior izquierda, la figura periférica del lector actúa como efectivo contrapeso y contrapunto de todo el conjunto: es el único que parece ser una persona de carne y hueso (en este caso, los dedos de su mano están perfectamente perfilados), dotada de vida, con plena capacidad para procesar los estímulos externos, como aquellos que emanan de las hojas del libro en cuya lectura se encuentra inmerso; la razón de todo ello es evidente: es el único que no está contemplando el paisaje, que no está arrimado al sol que más aliena.


Charles Ives: 'The Rockstrewn Hills Join in the People’s Outdoor Meeting' (Orchestral Set, No. 2) / “Las rocosas colinas se unen a la reunión al aire libre del pueblo” (Serie Orquestal, nº 2)

Mi propuesta de audición complementaria al visionado del cuadro de Hopper: una pieza extraída de las “Series Orquestales” de Ives, el gran clásico estadounidense. Uno de sus habituales mosaicos sonoros, en este caso sobre fondo de ragtime; una calculada mezcla de placidez y desasosiego, reconfortante e inquietante a partes iguales.





Video sobre la obra pictórica de Edward Hopper realizado por Victoria Taylor-Gore

viernes, 11 de noviembre de 2011

METAVISIÓN DEL ACTOR AUSENTE: JOHN WAYNE EN "CENTAUROS DEL DESIERTO"


¿Qué es un buen actor de cine? Es ésta sin duda una pregunta extremadamente difícil cuya compleja respuesta no me atrevería a tratar de dibujar con los firmes y certeros trazos del academicista, pero quizá sí a tratar de esbozar con las sutiles e imprecisas pinceladas del impresionista. Intentaré pues aplicar una de esas pinceladas sobre el vasto lienzo del viejo oficio de actor del celuloide. Para mí, en un arte esencialmente visual en su ontología, aquel que es capaz de desplegar una poderosa presencia en pantalla es ciertamente un buen actor; mas aquel otro que logra proyectar y manifestar sobre el espacio encuadrado por el objetivo de la cámara su notoria y evidente ausencia, o quizá debería decir su “presencia en ausencia”, probablemente sea aún mejor actor. Éstas son las razones por las que, al contemplar emocionado este fotograma desnudado de su telúrico color original de “Centauros del desierto” (‘The Searchers’. John Ford, 1956), me reafirmo de manera inequívoca en la grandeza actoral de John Wayne. En una magistral explotación, por parte de Ford, de lo metavisual en el cine, en mi condición de espectador miro sobrecogido cómo los personajes de Jeffrey Hunter y Natalie Wood miran con la intensidad del miedo contenido a un John Wayne estelar y omnímodamente presente en su sonora y descomunal ausencia, quien a su vez mira a ambos, dentro de la narración fílmica, con una mirada ahíta de odio largamente larvado y de irrefrenables deseos de sangrienta venganza. Por tanto, sin ni siquiera verlo físicamente, veo a John Wayne por los cuatro costados del fotograma y, muy en especial, lo veo con absoluta nitidez en los ojos de Hunter y Wood. Desde el fuera de campo de una escena que forma parte del grandioso clímax final de este western clásicamente épico, John Wayne centrifuga e irradia toda su fuerza y magnetismo sobre unas bellísimas e indelebles imágenes que figuran ya por derecho propio en la nómina de aquellas que han hecho del cine un arte, en el sentido más básico pero a la vez más grandioso del término. En no pocas ocasiones he oído o leído a personas afirmar que John Wayne era un actor mediocre. Con mi mano extendida sobre la Biblia del Cine, abierta por las páginas del Evangelio de John Ford que relatan el Sermón de la Montaña de Monument Valley, los perdono porque creo que no saben lo que dicen.

jueves, 8 de septiembre de 2011

HOY COMO AYER: SOLIDARIDAD Y COMPAÑERISMO DE UN ALL-STAR CAST ESPAÑOL






El vocablo inglés “all-star cast” hace referencia a un reparto estelar o de primeras figuras. En la época dorada de Hollywood, en la que el propio nombre de los actores era el mejor reclamo para atraer a los espectadores a la taquilla, fue práctica habitual reunir a verdaderas constelaciones de intérpretes para que integrasen el plantel de una película, eso sí, siempre que el estudio en cuestión estuviese en disposición de rellenar uno de esos agujeros negros que dicen que abundan por el espacio sideral de billetes con las efigies de Washington, Lincoln y Franklin; a botepronto, mencionaría como ejemplo la famosa película bélica sobre el desembarco de Normandía “El día más largo” (‘The Longest Day’. K. Annakin, A. Marton y B. Wicki. 1962), con un “cast” de astros de la gran pantalla quizá más largo que el propio día en cuestión. Allá por 1966 el cine español, en lo tocante a poderío económico, infraestructura general y sentido del “entertainment”, navegaba fuera de órbita a muchos años luz del cine norteamericano. Sin embargo, fue en esa fecha cuando se estrenó una película en la que participó el más espectacular “all-star cast” que hasta ese momento había conocido nuestro cine. El filme en cuestión era “Hoy como ayer” dirigido por Mariano Ozores. Aparte de la propia extrañeza que produce la aplicación del vocablo del que aquí tratamos a la industria cinematográfica española de los años 60, la espectacular congregación de actores que se dio cita en torno a la película presenta un perfil muy especial: el motor principal del proyecto no fue la consecución de la espectacularidad cinematográfica vía reparto, sino la puesta en práctica de dos valores humanos muy definidos: la solidaridad y el compañerismo, tan a menudo ausentes del irracional y egoísta choque de egos en que parece transformarse la profesión cinematográfica allá donde ésta se practique. José Luis Ozores, actor por el que siento devoción y figura con enorme predicamento popular del teatro, cine e incipiente televisión de los 50 y primeros 60, llevaba ya varios años aquejado de esclerosis múltiple, una enfermedad sin cura y profundamente desconocida por aquel entonces, hasta el grado de que prácticamente no podía trabajar y estaba confinado en una silla de ruedas. Esto, a su vez, le había conducido a él y a su familia -esposa y tres hijos (la mayor de ellos, la ahora consolidada actriz de cine, teatro y televisión Adriana Ozores)- a una difícil situación económica. Los actores y actrices que integraron el reparto de “Hoy como ayer”, probablemente todavía a día de hoy uno de los más generosos, solidarios y, para mí, emocionantes, que en nuestro cine hayan sido jamás, aceptaron participar en la película sin llevarse una sola peseta, ya que, sin excepción, cedieron la totalidad de sus honorarios a la familia de José Luis. La razón que les movió a ello: ayudar a un compañero hacia el que la totalidad de la profesión actoral en España profesaba un cariño y respeto excepcionales. Escuchando un día un programa radiofónico, oí comentar al experto escritor sobre cine Juan Tejero (autor de los famosos libros denominados “Este rodaje es la guerra”) que, a diferencia del cine norteamericano, el español, sobre todo el de épocas pretéritas, presenta una ostensible falta de bibliografía seria y especializada, por lo que, en la mayoría de las ocasiones, si se quiere indagar sobre él, hay que recurrir a las biografías o memorias de directores o actores. Es precisamente esto en lo que ando metido estos días, leyendo “Respetable público” (2002), las extensas memorias de Mariano Ozores, hermano de José Luis (y de Antonio) y, como señalé antes, director de la película que aquí me ocupa. A partir de este momento, le cedo a él la palabra para que, en valiosa primera persona, nos ilustre sobre las circunstancias que rodearon la gestación, rodaje y estreno en cines de “Hoy como ayer”:

“A finales de ese 1965, mi hermano José Luis, a pesar de su enfermedad, que ya no le permitía caminar, estrenó en el Teatro Alcázar de Madrid “El poder”, una obra dramática que Joaquín Calvo Sotelo escribió para él, ya que se trataba de una intriga palaciega situada en el siglo XV en la que un hombre impedido lucha por conservar el poder. Dirigió Adolfo Marsillach. Los admiradores de mi hermano quedaron sobrecogidos al ver cuál era la verdadera situación física de Peliche [apodo familiar de José Luis] y esta impresión se reflejaba en el espantoso silencio que acogía el momento en que el protagonista tenía que ponerse en pie, sin, por supuesto, alejarse de la silla de ruedas en la que interpretaba toda la obra.

José María Ramos, que había sido jefe de producción de trabajos anteriores míos, nos propuso la realización de una película en homenaje a nuestro hermano José Luis en la que colaborarían desinteresadamente varios compañeros de profesión. El sueldo lo cederían en su favor. La familia, agradecida a la intención, aceptó y, prácticamente, todo el censo profesional se prestó a colaborar. Sabíamos que Peliche era muy querido por sus amigos y compañeros, pero la respuesta fue emocionante. Rafael Mateo Tarí, con su empresa productora PEFSA, se encargó de la producción y Chamartín la distribuyó.

Había que hacer un guión en el que pudieran intervenir tantas figuras pero sin que su colaboración supusiera más de un día de trabajo, para no abusar de su generosidad (…) “Hoy como ayer” trata de un investigador –José Luis- que en una biblioteca prepara un estudio sobre la frase “Cualquier tiempo pasado fue mejor”, con la intención de desacreditarla (…) El rodaje fue muy complicado porque había que supeditarlo a las fechas que los generosos intérpretes tuvieran libres en sus trabajos, pero muy satisfactorio porque la colaboración de todos fue total. Tuve la satisfacción de trabajar por primera y, lamentablemente, única vez con Paco Rabal (…) “Hoy como ayer” fue vista por 913. 065 espectadores, recaudó 14.419.373 pesetas y fue estrenada a finales de agosto en cuatro cines de Madrid simultáneamente, cosa que no era muy frecuente entonces. Para que tengamos una idea de lo que significan esos novecientos y pico mil espectadores, de las 75 películas producidas en 1999, sólo cuatro o cinco han alcanzado esa cifra”. [pp. 132-4]


Algo menos de dos años después del estreno de la película, en concreto el 10 de mayo de 1968, José Luis Ozores fallecía en Madrid a los 44 años. El espíritu de “Hoy como ayer” seguía plenamente vivo y presidió en todo momento el entierro del actor, según recuerda todavía con honda emoción en su libro su hermano:

“El entierro fue emocionante. A hombros de sus compañeros de profesión salió del tanatorio de la clínica y en la calle nos encontramos con una nutrida multitud que le tributó una larga ovación que él ya no pudo oír. Los, para él, últimos y tristes aplausos (…) Peliche está en mí constantemente como si aún estuviera vivo. Han pasado más de treinta años y todavía (…) cuando veo una de sus películas se mezclan en mí la tristeza del recuerdo con la alegría de ver que todavía lo siguen con admiración, cariño y respeto” [pp. 152-3]

Puede pensarse que he escrito aquí sobre cine; pues no, creo que en realidad he escrito sobre humanidad, sobre sensibilidad y benignidad hacia nuestros semejantes, sobre aquello que, en último término, nos hace ser lo que somos, seres humanos. Humanidad de los compañeros de gremio de José Luis. Humanidad que rezuman las conmovedoras líneas escritas por su hermano Mariano aquí reproducidas. Humanidad del propio José Luis; éste es principalmente el rasgo que, para mí, mejor lo define como actor y que, ante mis ojos, lo reviste de considerables dosis de atemporalidad y universalidad. Su vis cómica era innegable, quizá, junto con la de Pepe Isbert, de las mayores de nuestro cine: vis cómica endocéntrica, saliendo hacia fuera desde muy dentro de su propia persona, graciosa ya simplemente colocada delante del objetivo de la cámara. Pero, como le decía yo este verano a un amigo que me habló de los Ozores en una conversación de orilla del mar al atardecer –lugar y momento para grandes reflexiones y confesiones-, José Luis, de largo el miembro con más talento de la saga, era la humanidad hecha actor: sólo con su mirada podía despertar en el espectador cualquiera de las partículas elementales de emoción de las que se compone nuestra existencia: alegría, afecto, ternura, tristeza, melancolía, compasión. Hace ya bastante tiempo que no veo “Hoy como ayer”, pero tirando de memoria, creo que seré capaz de dibujar aquí dos estampas de José Luis en el filme que ilustrarán lo que acabo de exponer. Por un lado, su imagen sedente en la soledad de su mesa de investigador en la biblioteca (innegociable exigencia del guión de su propia vida), visionando viejas filmaciones que le ayudasen a demostrar lo falaz de la tesis de que “cualquier tiempo pasado fue mejor”, crudelísima ironía dado lo terrible de su situación presente mientras se rodaba el filme. Por otro, el hilarante cuadro con colorido pop de José Luis tocado con melena Beatle sentado al órgano Hammond, acompañando desbocado a la que todavía por aquellos entonces se presentaba como Conchita Velasco, en su interpretación del famoso tema de Augusto Algueró y Joaquín Guijarro “La Chica Ye-Yé”. Estaba claro que el mayor de los tres hermanos Ozores, como el payaso que es capaz de hacer reír mientras llora, se aferraba con fuerza a eso de que “The show must go on”, mientras que la vida se le escapaba irremediablemente a borbotones por entre los rincones de su maltrecho sistema nervioso.

sábado, 3 de septiembre de 2011

EL ORIGEN DEL PLANETA DE LOS SIMIOS: EL DIABÓLICO TRIÁNGULO DE LA BESTIA HUMANA


Para qué lo voy a negar. Desde hace ya tiempo me prodigo poco, muy poco, por las salas de cine. Sin embargo, atraído a partes iguales por el tema del filme y por la lectura este verano de un par de reseñas realmente elogiosas a cargo de críticos de los que me fío, esta tarde he ido a ver “El origen del planeta de los simios” ('Rise of the Planet of the Apes'. Rupert Wyatt, 2011). La película me ha parecido realmente interesante y con tanta tela que cortar en su exégesis, que creo que se hará necesario un segundo visionado. Por el momento me limitaré tan sólo a recortar un pequeño retal. Se trata de una escena que actúa de verdadera bisagra en el devenir argumental de la historia. Hasta tal punto impactó en mí la misma que, en mi condición ya asumida –eso sí, a mucha honra- de cinéfilo de salón, moví la mano derecha en un gesto espontáneo, tratando de coger el mando a distancia para dar hacia atrás al DVD y verla de nuevo. Esto me recuerda los ya distantes en el tiempo últimos partidos de fútbol que presencié en un estadio. Cuando me perdía un gol –cosa habitual porque cada vez me dedicaba más al análisis sociológico de lo que acontecía en la grada que a las evoluciones de los jugadores sobre el césped-, me quedaba esperando sin éxito a la repetición televisiva. Pero volvamos a la escena en cuestión. Ésta se caracteriza por presentar una arquitectura diríamos que triangular, puesto que se desarrolla en un vértice de tres personajes: el padre del científico protagonista de la historia, su vecino y la verdadera estrella del filme, el chimpancé César. El padre del protagonista, ya en su tercera edad y aquejado de Alzheimer, aprovecha un día la ausencia de casa de su hijo para, en pijama, bata y zapatillas, salir a montarse en su coche aparcado delante de su domicilio, en un tranquilo y elegante suburbio (en el sentido estadounidense del término) de San Francisco. El coche en el que se introduce el personaje magníficamente interpretado por John Lightgow resulta ser el de su vecino, que es del mismo modelo que el suyo. Debido a su enfermedad, el hombre carece de la coordinación necesaria para manejar el automóvil y, totalmente descontrolado y desbordado por la situación, empieza a golpearlo contra los coches estacionados delante y detrás –aunque en registro y tono bien distintos, la escena dialoga claramente con una similar interpretada por Woody Allen en “Annie Hall” (1977), cuando intenta aparcar con su sempiterna torpeza su escarabajo Volkswagen descapotable delante del gimnasio donde juega al tenis con sus amigos de Manhattan. El vecino, que incrédulo ha observado toda la escena desde una ventana de su casa, se dirige enfurecido hacia su coche y, pensando sólo en los desperfectos sufridos por la máquina, ignora por completo relación vecinal, edad avanzada y grave enfermedad, para dar rienda suelta a la bestia que lleva dentro: aunque su enfermo y desvalido vecino le explica que se ha confundido de coche y trata de disculparse, lo saca violentamente del vehículo agarrándolo por sus ropas, lo zarandea, le vocifera sin compasión, en la propia acera empieza a llamar con el teléfono móvil a la policía y le golpea repetidamente con su dedo índice en el pecho. César, el Prometeo simiesco -no es sólo en esta escena donde el paralelo con el “Frankenstein” de Mary Shelley es nítido- ha sido testigo de todo desde la claraboya de la buhardilla desde donde ha empezado a estudiar el mundo exterior a la casa en la que, como en una burbuja de cristal, ha ido desarrollando unas asombrosas y casi humanas capacidades cognitivas y afectivas, resultado de la experimentación científica de su propio dueño en busca de la cura para su padre. Es precisamente el cariño que siente por el padre del investigador lo que, en su afán por defenderlo, hace que el hasta entonces dócil simio humanizado recurra a su violencia animal y ataque sin piedad al dueño del coche. Lo golpea con fuerza, lo arroja desde el porche de su casa al jardín y, en un momento de terrible crueldad, lo tira al suelo y le arranca un dedo de un mordisco. Los gritos del hombre se entremezclan con los de su hija y con la mirada aterrada del resto de su familia, de sus vecinos, el enfermo incluido, que no da crédito a la conducta que ha presenciado en su querido chimpancé. César recupera entonces su humanidad para horrorizarse de su propia acción (impagable la actuación con la mirada del actor Andy Serkis tras la simiesca máscara durante toda la película), claramente inducida por el terrible descubrimiento que acaba de hacer en su inesperada pérdida de inocencia –afín a la experimentada por la criatura de Shelley: la bestia que el ser humano (sea éste el vecino o el propio mono-hombre) esconde en su interior y que puede convertirlo, en el momento menos pensado, en un lobo que despedaza a dentelladas a su semejante. La salvaje representación de la máxima de Hobbes en un apacible barrio residencial norteamericano, el diabólico triángulo de la bestia humana, la violenta reacción en cadena de relaciones físicas y emocionales entre los tres personajes que llega a alcanzar con inusitada fuerza al espectador componen sin duda una de las escenas de “El origen del planeta de los simios” que más huella, emocionalmente dolorosa aunque a la par intelectualmente estimulante, ha dejado en mí esta tarde de sábado.


miércoles, 31 de agosto de 2011

EQUILIBRIOS





CUERDA FLOJA DE LA VIDA

Edificantes resultan sin duda las "lecciones del abismo" que aprendí de Enrique Vila-Matas, quien las aprendió de Julio Verne, que a su vez las había aprendido de Edgar Allan Poe:

"Nunca olvidaré el corredor de Saknussemm, en Islandia, por el que viajé fascinado y aterrado en días esenciales de mi infancia, y menos aún el volcán Sneffels, cuyo cráter –según nos descubriera Verne en Viaje al centro de la Tierra– era la puerta de ese corredor, como tampoco se borrarán de mi mente nunca las lecciones de abismo que el profesor Otto Lidenbrock le daba a su joven sobrino Axel, que, intrigado y temeroso, se inclinaba sobre la chimenea central del volcán islandés y se daba cuenta de que una sensación de vacío se estaba apoderando de todo su ser. Sintiendo el pobre Axel que estaba abandonando el centro de gravedad y enajenándose de vértigo, pensaba: “Nada más embriagador que la atracción del abismo.”

Esa atracción yo creo que Jules Verne la había registrado ya muy temprano en su propia vida, pero también en su admirado Poe y muy concretamente en un relato de éste, El demonio de la perversidad, donde un personaje al borde de un precipicio mira el abismo y siente malestar y vértigo y también atracción y reflexiona: “Porque nuestra razón nos aparta violentamente del abismo, por eso nos acercámos a él con más ímpetu. No hay en la naturaleza pasión de una impaciencia tan demoníaca como la del que, estremecido al borde de un precipicio, piensa arrojarse en él”.

[Enrique Vila-Matas. “Dietario voluble”.]



EQUILIBRISTA

[Cecilia]

Yo quiero ser equilibrista,
Paloma, la pluma, reina de la pista.

Mi padre quisiera que fuera
Su niña estudiosa de alguna carrera.

Mi madre prepara mi boda
Con un caballero de whisky con soda.

Y quiero ser equilibrista,
Paloma, la pluma, reina de la pista.




Trailer de la película 'Journey To The Center Of The Earth' (“Viaje al centro de la Tierra”. Henry Levin. 1959)



Escena de las Torres Gemelas de la película documental 'Man On Wire' (James Marsh. 2008)

miércoles, 13 de julio de 2011

CASA (ONUBENSE) TOMADA




Para Ángel, generoso donante musical, en el día de su cumpleaños.


Recibí hace un par de semanas dos grandes bolsas de plástico llenas casi hasta el límite de su capacidad; contenían la valiosa donación que me hacía un alma generosa: 143 CDs musicales, algunos de ellos dobles. Tras la aplicación de urgencia de mis rudimentarias nociones sobre la tectónica de placas (heredadas de aquellos lejanos cursos de ciencia que tan escasa gracia me hacían), evité la sacudida sísmica en mi complejo y siempre inestable sistema de almacenaje. De este modo, reubiqué DVDs de películas para poner en su sitio lo libros que, a su vez, habían cedido generosamente su espacio a los CDs donados. Afortunadamente, a día de hoy todo sigue en pie. Mientras sacaba los discos de las bolsas, los miraba y los clasificaba mínimamente antes de ubicarlos en la estantería, rápidamente decidí qué canción de qué disco sería la primera que escuchase: “Los managers”, tema inicial del mítico disco de Pata Negra del año 1981, trabajo homónimo del propio grupo. Las razones que me llevaron a dicha elección son las que siguen a continuación. “Casa tomada” es uno de los cuentos más famosos de Julio Cortázar; probablemente, sean muy numerosas las personas que, sin llegar a ser empedernidos y avezados lectores del argentino, lo hayan leído. El mero nombre del relato contiene tales dosis de magia y de misterio que puede ciertamente generar amplias y heterogéneas expectativas en la mente del lector antes de iniciar la propia lectura del mismo. Tal es así, que incluso después de leído, el cuento modelado por la fértil imaginación de Cortázar ha provocado y sigue provocando las más diversas interpretaciones entre críticos y lectores: desde un simbólico alegato contra el régimen de Perón que asfixiaba Argentina hasta una historia de lo fantástico y lo sobrenatural que lo cotidiano puede llegar a encerrar en su interior. En el relato, dos hermanos solteros viven en un régimen cuasi monacal en la antigua casa colonial que siempre perteneció a la familia, a cuyo celoso cuidado han dedicado toda su vida. Pero un buen día un acontecimiento inesperado vendrá a alterar y quebrar para siempre la paz de su plácida existencia. Una presencia extraña, unos intrusos desconocidos, de naturaleza no definida irrumpen en la casa. Poco a poco, los hermanos irán replegando filas hasta los últimos confines de la amplia mansión, a medida que los misteriosos invasores van tomando una estancia de la casa tras otra. Tomada la casa en su totalidad, los dos hermanos se ven abocados al abandono definitivo de la misma. Cuando yo transitaba desde mi última infancia hasta la primera adolescencia, allá por el año 1981, presencié también en el pequeño bloque de pisos de Huelva donde vivía la toma de una casa, a la cortazariana manera, es decir, mediante la irrupción de un elemento externo, no necesariamente fantástico o sobrenatural, que distorsiona y rompe para siempre el orden establecido por la fuerza de lo cotidiano. En la primera planta de mi bloque vivían unos padres con cuatro hijos, unidad familiar todavía no infrecuente en la España de aquel entonces. La vida transcurría con normalidad hasta que uno de los hijos empezó a frecuentar la compañía de otros jóvenes con los que compartía gustos musicales y no tan musicales. El hijo empezó a “meter en casa” a sus amigos, cada uno de su madre y de su padre: uno con una camiseta sin mangas con la faz de Bruce Lee en el torso, otro con un gorro de lana con los colores de la bandera de Jamaica, un tercero que, para ir a juego con el segundo, traía bajo el brazo varios LPs de Bob Marley, entrelazados con alguno de Triana; eran los tiempos de aquello que, lo confieso y me imagino que será por propia incapacidad, ni entendía entonces ni entiendo ahora, el “rock andaluz”. En un primer momento, las reuniones músico-festivas del vástago y sus colegas se circunscribían a los límites de la habitación de éste, eso sí, con el tocadiscos a todo tren. Los padres y hermanos, aunque no veían dichas prácticas con buenos ojos, aprendieron, no obstante, a convivir con ellas. Asfixiados (literal y metafóricamente) entre las paredes del dormitorio, el (mal) hijo y sus secuaces procedieron, de manera sorpresiva, a la toma del salón familiar. El resto de la familia se recluyó entonces en una pequeña salita de estar (estrujados). Las ancestrales voces mestizas de Marley relatando cómo le había disparado al sheriff (“I Shot The Sheriff”) y los quejíos profundos y existenciales de los rockeros andaluces de Triana (“Hijos del agobio”) se entrecruzaban ruidosa y anárquicamente con las voces de los invasores domésticos, con los vidrios ámbar que contenían la abundante y helada cerveza y con los chispazos de los mecheros de yesca que encendían eso que el insigne cómico sevillano Paco Gandía definía en sus “historias verídicas” como “cigarrillos morunos”. De mis palabras habrá deducido el lector que también la cocina de la casa, en especial la nevera (lo que posteriormente se convirtió en frigorífico cuando todos nos hicimos más finos), había sido conquistada por las huestes enemigas a las que el ínclito hijo había abierto traidoramente la compuerta del Caballo de Troya. Cuando la situación se hizo del todo insostenible, los padres, que tenían otra vivienda en la ciudad, cogieron a sus otros tres hijos, sus bártulos y abandonaron el piso, haciendo entrega de las llaves del mismo al díscolo y musical hijo me imagino que con un lacónico: “Aquí te quedas, toda la casa para ti”. Idos ya padres y hermanos, el hijo triunfante y sus tropas tomaron el último bastión de la casa, cuando los rigores del verano apretaban ya de lo lindo: el balcón. Ahí los recuerdo a todos ellos ahora, 30 años después, como si los estuviera viendo, mientras jugaba a la pelota con mis amigos del barrio (en la calle, por entonces, se jugaba a la pelota, no al fútbol): eufóricos, saltando, “privando” de lo lindo (término muy de la época) y aromatizando al vecindario con el humo del tabaco preñado de aromas de la cordillera del Atlas marroquí; por supuesto, la música sonando “a toda leche” y ellos cantando a coro con los hermanos Amador y sus guitarras callejeras, mezcladas con festivos sonidos a medio camino entre orquestina oriental y zíngaro espectáculo ambulante de la cabra: “Teníamoh unoh manaye qu’eran de Güerba, y uno medio carbo y elotro con coleta, y er Nono desía, ¿qué eh lo que pasa, qué eh lo que pasa?”. Me imagino que mientras la casa onubense era tomada, padres y hermanos del interfecto se preguntarían para sus adentros a cada instante: “¿qué es lo que pasa, qué es lo que pasa?”.


Pata Negra: Camarón / Los managers (En directo en el Colegio Mayor Universitario San Juan Evangelista de Madrid, 1988)



Bob Marley and The Wailers: I Shot The Sheriff (Versión en directo)



Triana: Hijos del agobio

miércoles, 6 de julio de 2011

GALES 1955: Y EL FANDANGO PARAO DE ALOSNO SONÓ EN LA BBC




En el mes de abril de 1955 llegó la noticia de que el Grupo de Danzas “Nuestra Señora de la Cinta” había sido seleccionado, entre los diversos grupos que existían en España, con el fin de que la representara en los Festivales Internacionales de Canciones, Músicas y Danzas (“International Musical Eisteddfod”) que anualmente se celebraban en Llangollen (País de Gales). Emprendió camino la expedición y, tras recorrer toda España, se unió en Irún al Grupo Coral de Mineros de Turón (Asturias), que también tomaría parte en el concurso en la especialidad de Masas Corales.

Nota sobresaliente de este evento musical fue que la BBC hizo acto de presencia en el mismo y se televisó en directo el festival para toda Gran Bretaña. Por el teatro de la capital británica, que era una gigantesca tienda de lona bajo la que se cobijaban miles de personas cómodamente sentadas y ávidas de emociones y finezas musicales, fueron desfilando las más de 20 agrupaciones de Alemania, Lituania, Rusia, Estados Unidos, Italia, Nueva Zelanda, etc. Fueron actuando los diversos grupos e irrumpió en el escenario la agrupación musical de Huelva y, a los primeros compases de sus instrumentos, el clamor del público fue ensordecedor.

Los onubenses, despojados de las chaquetillas y, tal como exigía la danza, armados de las correspondientes navajas, se alinearon para interpretar el “Fandango Parao” de Alosno. El conjunto plástico que se ofrecía desbordaba en su calidad a la de otros conjuntos. Era una actuación que llevaba la idea de la ingravidez humana en triunfo del espíritu: expresiones fisonómicas, cuerpos, miradas, verbo rítmico, suprema elocuencia de lo perfecto, de lo inefable. Arte singular, cumbre y encumbramiento de una época. El fallo del jurado fue unánime: Primer Premio Mundial de la Competición de Danza: Grupo de Danzas “Nuestra Señora de la Cinta” de Huelva (España).

Además del coro y los bailarines, el Grupo constaba de una rondalla. En concreto, la rondalla que se desplazó a las islas británicas la formaban José Gómez Barros, Manuel Gómez, Joaquín Fernández y Manuel Pascual Fragoso (Director).

[Texto adaptado por mí de: Martínez Navarro, Antonio José (2000) “Historia menuda de Huelva”, volumen IV]

El componente de la rondalla llamado Joaquín Fernández, que, tal día como hoy, 6 de julio, cumplió 21 años en Gales durante la celebración del Festival, era mi padre. La fama alcanzada por el Grupo de Danzas “Nuestra Señora de la Cinta” de Huelva lo llevó en octubre de 1966 a Nueva York, donde actuó en lugares como Park Avenue, 52nd Street, Central Park y en la Gran Parada del 12 de octubre, Día de la Hispanidad, que recorrió la Quinta Avenida. También intervino el Grupo en tres películas rodadas en Huelva: “El hombre que nunca existió” (“The Man Who Never Was”, 1956. Dirigida por Ronald Neame e interpretada por Clifton Webb, Gloria Grahame y Cyril Cusack), “Pasión en el mar” (“L’ile des désespérés”, 1956. Dirigida por Arturo Ruiz Castillo e interpretada por Pascale Roberts y Conrado San Martín) y “La fuente mágica” (“Magic Fountain”, 1963. Dirigida por Fernando Lamas e interpretada por él mismo y Esther Williams).

Fotos de arriba hacia abajo: mi padre y sus amigos, unidos por la música, caminando tranquilamente sobre las adoquinadas calles de la Huelva de primeros de los años 60; la gran carpa donde todavía hoy en día se sigue celebrando anualmente el Llangollen International Musical Eisteddfod; el colorido ambiente en las calles de Llangollen durante la celebración del Festival.

lunes, 30 de mayo de 2011

ESTAMPAS NEOYORQUINAS (2): KENNY DORHAM EN EL CAFÉ BOHEMIA



Si el jazz fuese una religión (que lo es), los clubes serían sus templos (que lo son), y Nueva York sería su ciudad santa, (que sin duda lo es). De todo ello encuentro un ejemplo perfecto en la figura de la percusionista de jazz Carola Grey. En el capítulo “Una joven que se marchó en busca del jazz”, del interesantísimo libro “Nueva York” (editado con profusión de magníficas fotografías por Christine Metzger en 2000), Grey nos relata en primera persona su personal peregrinación a Nueva York, la Meca del jazz, y en concreto su búsqueda diríase que espiritual, casi mística de los clubes de jazz de esa ciudad, a los que se refiere con la elocuente expresión “las salas sagradas”: “Hoy día, todavía recuerdo la euforia que me sobrevino cuando por primera vez me encontré en una de las amplias avenidas de Nueva York, con sus luces parpadeantes y los taxis (entonces cuadrados) pasando deprisa a mi lado. Mi primer itinerario me llevó al Village Vanguard, uno de los clubes de jazz más antiguos, donde esa noche actuaba Billy Hart (…). Pasé la velada en trance (…). Cuando en un momento a lo largo de la noche Billy Hart me dio las baquetas y me invitó a subir al escenario, alcancé la felicidad absoluta (…). Durante mi estancia en la ciudad iba a los clubes por las noches para escuchar a los músicos, establecer contactos y empaparme de todo lo que ocurría a mi alrededor. Al fin y al cabo, quería descubrir el secreto, quería averiguar cómo los músicos de jazz de Nueva York habían conseguido crear un sonido propio. Cada noche realizaba mi ronda por el Village: Sweet Basil, Blue Note, Vanguard, Visions, Village Gate, Mondo Perso… Por desgracia, algunos de estos locales ya no existen hoy día”. Precisamente uno de esos clubes otrora radicados en el renombrado y muy musical, literario y artístico barrio de Greenwich Village, pero ya desaparecidos en la actualidad, constituye el imaginado templo donde gusto de profesar mi más íntimo y personal culto como creyente del jazz: el Café Bohemia. El Café Bohemia fue inaugurado en 1955 por Jimmy Garofolo en el número 15 de Barrow Street, justo enfrente de donde residían por aquel entonces Charlie Parker y el poeta Ted Joans, miembro de la bohemia Generación Beat y autor de los famosos graffiti de “Bird Lives” en recuerdo y honor del saxofonista prematuramente desaparecido. El aura de Bird, que murió antes de poder llegar a ofrecer en el club las actuaciones que ya tenía firmadas, así como la atmósfera de libertad y de integración racial que, a mediados de los 50, reinaba en el local, hicieron del Bohemia un centro neurálgico del jazz neoyorquino, por el que pasarían para registrar grandes discos en directo nombres de la talla de Miles Davis, Charles Mingus, Randy Weston o Art Blakey. Precisamente de Blakey y sus reputados Jazz Messengers, portadores de la buena nueva del hard bop (ese rico estilo jazzístico preñado de gospel), proviene mi incondicional devoción por el Bohemia. La audición de los dos discos que los mensajeros del jazz, sabia y magistralmente comandados por el heraldo Blakey, grabaron allí en directo en el año 1955 ('Art Blakey And The Jazz Messengers: Live At The Café Bohemia, Vols. 1 & 2') modeló ante los ojos de mi imaginación una imagen del club como verdadera tierra prometida del jazz. Si al principio de la creación del mundo fue el verbo, en el particular libro del Génesis del Café Bohemia lo primero fue el sonido prístino, esencial que, emanado del propio Ser Supremo del jazz, llegó a los devotos aficionados a través del mensaje musical diáfano y cristalino transmitido por Blakey y sus discípulos, en especial la poderosa percusión ancestral, evocadora de milenarios ritos tribales, que puede oírse en los minutos iniciales del gran tema 'Avila and Tequila', incluido en el volumen 2. La euforia, trance y felicidad absoluta de las que nos hablaba antes Carola Grey terminaron también por llegar hasta mí, pero esta vez de la mano de un profeta salido del propio seno de los mensajeros de Blakey: Kenny Dorham. Para mí, uno de los mejores trompetistas de la historia del jazz, apreciación esta puramente personal, pero creo que ciertamente válida en un género musical complejo y heterogéneo, muy atado siempre a las sensaciones del momento y a la atracción de lo efímero, donde las filias y fobias del aficionado emanan directamente de los más hondos arcanos de su propia persona. Dorham, plenamente consciente de su gran talento interpretativo y compositivo (no en vano había tocado a la diestra del Padre, Charlie Parker, y el propio Miles Davis, tan austero en eso del amor al prójimo del jazz, había llegado a señalarlo directamente como una de sus influencias más decisivas), abandonó la tribu de Blakey para, junto con un grupo de fieles a los que bautizó como "Jazz Prophets", emprender la larga travesía del desierto hasta la tierra prometida, por supuesto, del Café Bohemia. Una vez hubieron arribado allí en 1956, legaron a las generaciones venideras sus proféticas revelaciones en forma de disco magistral, 'Kenny Dorham And The Jazz Prophets: ‘Round About Midnight At The Café Bohemia'. La labor de los profetas nunca fue fácil pues en no pocas ocasiones sus palabras, que provenían directamente de la deidad, fueron ignoradas, incomprendidas o malinterpretadas por el pueblo. Algo de esto debió sin duda de ocurrirle a Kenny Dorham, ya que lo busco en la extensa base de datos de más de 250 músicos de jazz de mi “Guía del Jazz Ocium” en CD-Rom y no lo encuentro, y cuando lo encuentro en algún otro lugar, siempre se me aparece portando el pesado estigma de 'underrated' (“infravalorado”). Realmente me es igual, pues cada vez que, a eso del filo de la medianoche, me sumo a las animosas filas de la fiel feligresía del Café Bohemia, para escuchar las largas frases majestuosa y milimétricamente construidas, las prodigiosas progresiones de acordes, así como los bellos y sinceros sonidos agridulces que su trompeta produjo entre las cuatro paredes del humeante y efervescente club del Village neoyorquino allá por 1956, yo sí creo poder llegar a entender el verdadero sentido de las reveladoras palabras del profeta Dorham.


How To Find Great Jazz In New York City (Pequeña guía audiovisual de los clubes de jazz neoyorquinos)



Kenny Dorham and The Jazz Prophets: Royal Roost (En directo en el Café Bohemia, 1956)



Kenny Dorham and The Jazz Prophets: 'Round About Midnight (En directo en el Café Bohemia, 1956)



Art Blakey and The Jazz Messengers: Avila and Tequila (En directo en el Café Bohemia, 1955, con Kenny Dorham a la trompeta)



Art Blakey and The Jazz Messengers: Gone With The Wind (En directo en el Café Bohemia, 1955, con Kenny Dorham a la trompeta)



Charles Mingus: Nostalgia In Times Square (Hard Bop, Nostalgia y Nueva York en un gran tema grabado por Mingus en 1959)

viernes, 20 de mayo de 2011

SEPTIEMBRE BAJO LA LLUVIA EN UN VERANO DE LA NIÑEZ


A mediados de los setenta yo era un niño y la playa onubense de Mazagón era el Paraíso Terrenal. Allí solía pasar los infinitos veranos de la niñez, en compañía de mis padres, mi hermano y de unos vecinos a la par que amigos íntimos, a cuyos hijos conocía de nacimiento. Cuando ahora miro hacia atrás a aquella época, el recuerdo de aquellos largos veranos, levemente difuso ya en los pequeños detalles, pero gloriosamente diáfano en los grandes trazos, despliega ante mí el dibujo ameno e idealizado de una Arcadia infantil: una existencia placentera, profundamente feliz aunque sin ningún tipo de artificios, que durante tres largos meses- los que iban del quince de junio al quince de septiembre-, quedaba completamente al margen e inalterada por los avatares de la vida durante el período escolar. En la amplia casa alquilada que habitábamos ambas familias, el animado centro de reunión nocturna no era el salón sino la amplia terraza con su gran balconada, y la pantalla a la que dirigíamos las miradas no era la de la televisión – que ni siquiera teníamos-, sino el negro inmenso del cielo estival que, majestuoso, se ofrecía ante nosotros cual mágico teatro de los sueños. Los programas de los que podíamos disfrutar en tamaña pantalla eran a cada cual mejor: una inesperada y meteórica lluvia de estrellas, que rasgaba la oscuridad del firmamento con su fugaz blancura; el esperado y ritual paso a la misma hora de la noche de un satélite artificial, que orbitaba sobre nuestras cabezas durante un par de minutos y que para unos niños era un cohete con rumbo a la luna y para otros un platillo volante que vigilaba sigiloso nuestros movimientos; las minúsculas luces de alguna nave nocturna que, inadvertida para el común de los mortales, avanzaba lentamente para perderse en el precioso y evocador conjunto de las luces del puerto. Cuando se acababa la programación celeste, llegaba el ansiado y reconfortante momento musical nuestro de cada día: los dos padres, guitarra en ristre, nos regalaban una interminable secuencia de melodías extraídas de la banda sonora de su juventud. Quizá en aquel momento, aunque bonitas y entretenidas, podían parecerme algo anticuadas; ahora todas ellas ocupan por pleno derecho su lugar particular en mi corazón. Cuando hoy en día cojo de mi amplia colección un disco de Nat King Cole, en su mayoría de su etapa jazzística norteamericana, inmediatamente viene a mi mente los tiempos en que “si Adelita se fuera con otro, la seguiría por tierra y por mar” y veo aflorar en mí mucho de lo mejor de mí mismo. El inmenso arenal de la playa era obviamente otro de los grandes escenarios: salpicado por contadas sombrillas y enmarcado, por un lado, por la hilera de toldos donde todo el mundo se conocía y se desarrollaban conversaciones y escenas de una animación diría que felliniana y, por otro, por la lejana orilla del mar, a la que la espectacular anchura de la playa parecía colocar siquiera unos metros por delante de la línea del horizonte. La playa era por aquel entonces una pequeña ciudad de los prodigios, como el acaecido un verano entrado ya el mes de septiembre y con el que pondré fin a mi paseo por la memoria de aquellos estíos. Los niños y uno de los padres nos embarcamos pasado el mediodía en uno de nuestros habituales paseos-aventura hacia los remotos confines de la playa, donde el paisaje, tachonado de rojizos cabezos, se iba haciendo cada vez más agreste. Mientras caminábamos por la fina arena en animada charla, alejándonos cada vez más de la civilización, el cielo, sin que nos percatáramos de ello, inició una repentina metamorfosis cromática: del azul radiante al gris preocupante, para acabar en un violeta decididamente amenazante. Sin camiseta, sin chanclas, sólo con el bañador y en la tierra de nadie playera, donde no había ni bañistas ni toldos donde poder cobijarse, se precipitó sobre nuestras cabezas con toda su fuerza ancestral y primigenia una poderosa tormenta de verano. Pensando que el mejor remedio contra el agua era la propia agua, corrimos en desbandada a zambullirnos en el mar: lluvia purificadora sobre las sagradas aguas marinas, comunión inolvidable del líquido elemento con nuestro propio ser. Septiembre bajo la lluvia en un verano de la niñez.

Incluyo a continuación una selección de canciones directamente inspirada por mi texto:

Dinah Washington: September In The Rain



Ella Fitzgerald & Louis Armstrong: Stars Fell On Alabama



Dinah Washington: Destination Moon



Brian Setzer: Flying Saucer Rock ‘n’ Roll



Elvis Presley: Harbor Lights



Nat King Cole: Noche de ronda



Pat Boone: Love Letters In The Sand



Nina Simone: Take Me To The Water

domingo, 8 de mayo de 2011

ESTAMPAS NEOYORQUINAS (1): DINAH WASHINGTON EN MANHATTAN






Nunca en mi vida he puesto un pie en Nueva York; o ahora que lo pienso mejor, quizá sí. Definitivamente, no he puesto un pie en Nueva York, sino los dos, y no sólo los he puesto, sino que también los he movido ampliamente por la gran urbe, llevándolos de acá para allá en un interminable recorrido por sus avenidas, plazas, parques, puentes y clubes. Y no precisamente en pocas ocasiones. Tal es el poder y la magia de la música, el cine y la literatura: vehículos raudos y potentes que no conocen límites o distancias ni en el espacio ni en el tiempo, que nos conducen con maestría y precisión entre los innumerables rincones y vericuetos de nuestra topografía sentimental. De mis imaginados trayectos por el mapa neoyorquino han quedado impresas en mi mente y en mi corazón, de manera nítida e indeleble, un buen número de emotivas y enriquecedoras estampas. Dejadme que de entre todas ellas elija algunas para ir compartiéndolas con vosotros en las entradas de mi blog. He aquí la primera de ellas.

Dinah Washington en Manhattan

En "Ventanas de Manhattan" (su espléndido diario-relato-libro de viaje sentimental neoyorquino), escribe Antonio Muñoz Molina: “En aquel viaje yo le regalaba mis lugares más queridos de Nueva York a la mujer que iba conmigo, los que había encontrado yo a solas, en caminatas que siempre tenían una emoción simultánea de aventuras de descubrimiento del mundo y descensos al interior de mí mismo (…) Cuando los días se volvieron despejados calculé la hora más propicia y fuimos al otro lado del puente de Brooklyn para cruzarlo a pie hacia Manhattan”. A veces, soy yo el que calculo meticulosamente la hora más propicia para disfrutar del placer de escuchar a Dinah Washington cantar y contar los sugerentes sonidos e imágenes de 'Manhattan' (Rodgers / Hart): siempre en el momento en que la noche cruza el umbral del nuevo día, cuando, aun vencida por las múltiples empresas del viejo día, la mente se vuelve despejada; es entonces cuando la seductora voz de Dinah ejerce todo su poder sobre mí, intercambia los papeles asignados al hombre y a la mujer en el texto de Muñoz Molina, y tiende ante mí un imaginario puente de Brooklyn por el que ambos dirigimos nuestros pasos hacia Manhattan y comenzamos a caminar por sus largas avenidas. De Dinah me encandila la aterciopelada robustez de su voz, pero también la glamurosa sensualidad de su imagen. Visualizo en el disco una foto de ella que me atrapa al instante: en delicado escorzo, tocada con vestido y pieles de un blanco que contrasta majestuosamente con la suave oscuridad de su piel, alarga su brazo izquierdo y parece querer soplar sobre la palma de la mano, para extender en derredor algo que en ella tuviese depositado. Yo sé bien lo que es: son las evocadoras notas de su canción que, cual polvos mágicos, van haciendo desfilar uno tras otro ante los ojos de mi mente escenarios neoyorquinos una y mil veces soñados. Los lugares de Nueva York que en mágica sucesión me va regalando Dinah con su voz se aparecen como metafóricas estaciones de un largo trayecto gnóstico: aquel en el que la cantante fue descubriendo el mundo y descendiendo hasta el interior de sí misma, reinventándose continuamente en lo musical, desde el gospel al pop atravesando por el jazz y el blues. Me voy a escuchar su canción una vez más, y mucho antes de que lo haga Leonard Cohen en su 'First We Take Manhattan', Dinah y yo “tomaremos Manhattan, el Bronx y también Staten Island, pasearemos por Central Park y convertiremos Manhattan en una isla de alegría” (‘We’ll take Manhattan, the Bronx and Staten Island too / in Central park we’ll stroll/ we’ll turn Manhattan into an isle of joy’).


Dinah Washington: Manhattan

We'll take Manhattan
the Bronx and Staten
Island too.
It's lovely going through
the zoo!
Well,
It's very fancy
on old Delancy
street you know.
The subway charms us so
when balmy breezes blow
to and fro.
And tell me what street
compares with Mott Street
in July?
Sweet push carts
gently gliding by.
The great big city's
a wondrous toy
just made for a girl and boy.
We'll turn Manhattan
into an isle of joy!
We'll go to Yonkers
Where true love conquers
In the whiles
And starve together
dear, in Chiles
We'll go to Coney
And eat baloney on a roll
In Central Park we'll stroll
Where our first kiss we stole
Soul to soul
And for some high fair
We'll go to "My Fair Lady"
We'll hope it closes someday
The city's clamor
can never spoil
The dreams of a boy and goil
We'll turn Manhattan
into an isle of joy!
The city's bustle cannot (no it cannot) destroy
The dreams of a girl and boy --
We'll turn Manhattan
Into an isle of joy.



Dinah Washington: Send Me To The Electric Chair



Dinah Washington: What A Difference A Day Makes



Dinah Washington: I’ve Got A Crush On You



Dinah Washington: Time After Time



Dinah Washington: A Bad Case Of The Blues

miércoles, 16 de marzo de 2011

VIAJANDO POR LA AUTOPISTA DEL BLUES



[Fragmentos del artículo 'Traveling the Blues Highway', publicado por Charles E. Cobb, Jr en la revista National Geographic en abril de 1999. Mi traducción]


“Samuel Reuben Kendrick, mi bisabuelo, nació esclavo en Alabama. En 1888 fundó una colonia agrícola llamada Nueva África sobre 160 acres que le había comprado al ferrocarril cerca de Duncan, Mississippi. Entre los múltiples contratiempos que tuvo que afrontar (inundaciones, plagas del gorgojo del algodón, vencimientos de préstamos bancarios), hubo un incidente que lo convenció definitivamente de que debía marcharse de Mississsippi. Cuando un aparcero de una plantación cercana le pidió permiso para vivir y trabajar en sus tierras, Sam Kendrick mandó un carro para que recogiese a la familia y los enseres del hombre. Entonces, un grupo de blancos encabezados por el dueño de la plantación cogió a mi bisabuelo y lo derribó a base de golpes de mango de hacha, maldiciéndolo por haberse llevado a uno de sus trabajadores. Robarle al hombre blanco, así lo llamaron. Poco después del incidente, en un frío día de enero de 1909, mi bisabuelo estaba reparando el pequeño puente de madera que cruzaba el lago que había en los límites de su propiedad. Con la mente puesta en otro sitio –quizá en sus planes para comenzar de nuevo en Tejas-, dejó caer al lago su martillo. Se metió en el agua a cogerlo y después continuó dando martillazos. Esa noche sintió escalofríos por todo el cuerpo. Unos días más tarde, Samuel Kendrick murió de neumonía, a la edad de 56 años.

La expresión “having the blues” (“tener el blues / estar deprimido”) se acuñó en la Inglaterra del siglo XVIII, donde, en argot, “blue devils” (“los diablos azules”) significaba “melancolía”. Pero fueron penas como las de Sam Kendrick, frecuentes entre los negros después de la Guerra Civil, las que forjaron una nueva música, cruda y directa, que describía el trabajo, el amor, la pobreza y las penurias que los esclavos liberados tenían que soportar en un mundo donde ellos seguían todavía muy cerca de la esclavitud.

Si hubiese vivido por entonces, mi bisabuelo habría formado parte de uno de los mayores éxodos poblacionales acaecidos en la historia en tiempos de paz. Entre los años 1915 y 1970 más de cinco millones de afroamericanos partieron desde todos los rincones del sur con rumbo a las ciudades en auge de la nación. El hijo mayor de Sam Kendrick, mi abuelo Swan, se estableció en Washington D.C., donde nacimos mi madre y yo. Otros miembros de mi familia tomaron la muy frecuentada ruta que conducía desde Mississippi hasta Memphis, donde el blues estimuló el nacimiento del rock and roll. Esta “autopista del blues” se extendió hasta Chicago, la meca de los bluesmen y de otros emigrantes.

Todas las rutas del sur fueron pavimentadas con el blues de un pueblo, pero no hay ningún lugar que guarde una relación tan estrecha con esta música como el Delta del Mississippi. Esta inmensa y fértil extensión de tierra inundable, abrazada por el Mississippi y bañada por los ríos Yazoo, Tallahatchie y Big Sunflower, se extiende por unas doscientas millas desde Memphis, Tennessee, hasta Vicksburg, Mississippi. La negra tierra del Delta humea bajo el asfixiante calor estival mientras abandono la Autopista 61, para adentrarme en una angosta carretera pavimentada que, en los tiempos de mi bisabuelo, era un camino de carros. “Me And The Devil Blues” de Robert Johnson suena fuerte en la radio del coche, mientras su inquietante voz y poderosa guitarra parecen querer invocar a los espíritus del Delta. Estoy sobre un puente metálico, heredero de aquel que reparase Sam Kendrick, y miro fijamente a las turbias aguas. Aquí donde la vida de mi bisabuelo llegó a su fin, inicio un viaje por la memoria con destino al blues”.

Todavía emocionado, vivificado e inspirado por la narración de Charles E. Cobb, Jr, os invito a daros un inolvidable paseo musical conmigo por la “autopista del blues”:

Jimmy Reed: Down In Mississippi



Lightnin’ Hopkins: Cotton



Jimmy Reed: Big Boss Man



Mississippi Fred McDowell: You Gotta Move



Howlin’ Wolf: Highway 49



Robert Johnson: Me And The Devil Blues