BLOGS DE JOAQUÍN JOSÉ FERNÁNDEZ DOMÍNGUEZ

Una mirada personal al universo de la música, el cine, los libros, el arte y la cultura en general.


Interquerencias:

La música, el cine, el libro, el arte tienden de manera natural el uno al otro. Yo tiendo de manera natural hacia ellos o, ¿quién sabe?, quizá sean ellos los que tienden hacia mí. Dedico mi blog en especial a todos los "interquerentes" que por el mundo son.

Marilyn Monroe lee "Ulysses" de James Joyce

James Dean escoge un disco para escuchar

La calle Concepción de Huelva con una cartelera de la película "Lanza Rota" de Edward Dmytryk, circa 1955

Welcome to my World [ Canción de Jim Reeves]

Allá hallarás mi querencia. El lugar que yo quise. Donde los sueños me enflaquecieron. Mi pueblo, levantado sobre la llanura..., como una alcancía donde hemos guardado nuestros recuerdos. Sentirás que allí uno quisiera vivir para la eternidad. El amanecer; la mañana; el mediodía y la noche, siempre los mismos; pero con la diferencia del aire. Allí, donde el aire cambia el color de las cosas; donde se ventila la vida como si fuera un murmullo; como si fuera un puro murmullo de la vida.

[Juan Rulfo. Pedro Páramo]

En el lenguaje el hombre existe en su hoy, se vive; se siente vivo en su pasado, hacia atrás, se retrovive; y, más aún, se juega su carta hacia el futuro, aspira a perdurar; se sobrevive.

[Pedro Salinas. Defensa del Lenguaje]

Desperté ya entrada la noche. Abajo, Gertrud cantaba una canción popular, la luz de la lámpara estaba encendida. Una lámina transparente con el portal de Belén y la adoración de los pastores brillaba tenuamente sobre la alta cómoda. En la mesa blanca plegable, entre los demás regalos de mi hermano, estaba el cinematógrafo con su chimenea curvada, su lente circundada por el latón delicadamente trabajado y su soporte para los rollos de película. Tomé una decisión rápida, desperté a mi hermano y le propuse un trato. Le ofrecí mis cien soldados de plomo a cambio del cinematógrafo. Como Dag tenía un gran ejército y siempre estaba enzarzado en asuntos bélicos con sus amigos, llegamos a un acuerdo satisfactorio para los dos. El cinematógrafo era mío.

[Ingmar Bergman. Linterna Mágica: Memorias]

Larry (suspira): Oye, quedamos en que si yo iba la semana que viene a la ópera de Wagner tú verías todo el partido de hockey sin rechistar.
Carol: Sí, cariño, ya lo sé. Te lo prometí.
Larry: Yo ya me he comprado los tapones.
Carol: Sí. Pues con la vista que tienes dudo que veas el disco.

[Woody Allen. Misterioso Asesinato en Manhattan. Diálogo entre Woody Allen y Diane Keaton]

Ethan: What you saw wasn't Lucy.
Brad: But it was, I tell you!
Ethan: What you saw was a buck wearin' Lucy's dress. I found Lucy back in the canyon. Wrapped her in my coat, buried her with my own hands. I thought it best to keep it from ya.
Brad: Did they...? Was she...?
Ethan: What do you want me to do? Draw you a picture? Spell it out? Don't ever ask me! As long as you live, don't ever ask me more.

[John Ford. Centauros del desierto. Diálogo entre John Wayne y Harry Carey Jr]

Lady sings the blues
She tells her side
Nothing to hide
Now the world will know
Just what the blues is all about

[Billie Holiday. Lady Sings the Blues]

Si la vida fuese justa, Elvis estaría vivo y todos sus imitadores estarían muertos.

[Johnny Carson]


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miércoles, 18 de julio de 2012

ROSTROS JÓVENES EN LA NEGRA NOCHE DEL TIEMPO


“Nunca, bajo ninguna circunstancia, menosprecies una obra de ficción tratando de convertirla en una simple copia de la vida real; lo que buscamos en la ficción no es tanto la realidad sino más bien la epifanía de la verdad”.

 [Azar Nafisi. “Leer ‘Lolita’ en Teherán”. 2003. Mi traducción]

En el incierto e inconstante territorio que se extiende entre lo improbable y lo imposible pueden verificarse, en ocasiones, situaciones de prodigiosa singularidad. Parecería improbable, por ejemplo, que alguien nacido en un pueblo de la costa coruñesa y que pasó allí los primeros años de su infancia acabase engrosando las filas del ejército de Estados Unidos y llegase incluso a combatir contra los japoneses en la Campaña del Pacífico durante la Segunda Guerra Mundial; en la zona de demarcación de lo imposible podría localizarse, sin duda, la circunstancia de que ese alguien fuera en realidad un miembro de mi propia familia y yo tuviese la oportunidad única de oír de su propia boca el relato en primera persona de su experiencia bélica. Pues bien, ambas cosas sucedieron en realidad.

A principios de la década de los 30 del pasado siglo, un primo hermano de mi abuela materna, que contaba con 9 años de edad, se embarcó en un puerto gallego rumbo a la tierra de promisión del otro lado del Atlántico, acompañado de su hermana menor y de su madre (que era hermana de mi bisabuela materna, la cual llegó a conocerme en persona cuando, con un año de vida, hice mi primer viaje a Galicia). A diferencia de tantos otros emigrantes gallegos que dirigieron sus pasos hacia el sur del continente americano, en especial Argentina, mis tres familiares fueron recibidos por la Estatua de la Libertad en el norte. Allí iniciaron una nueva vida, lejos de la penuria de su tierra natal, y acabaron adoptando la nacionalidad estadounidense. Muchos años después, en concreto en 1984, teniendo yo 16 años, recibimos en nuestra casa de Huelva la visita del primo americano de mi abuela, que debía de andar por los 62. Había viajado desde California, donde residía, hasta España para visitar en Galicia, Andalucía y Canarias, a su diseminada familia española, entre ella mi abuela, que vivía en el piso de al lado. Todavía hoy lo recuerdo vívidamente: alto, con el pelo canoso, bajándose en mi calle de un coche alquilado rojo. En una larga y relajada conversación de sobremesa del mes de abril, me relató con detalle una parte de su vida que me sorprendió e impactó especialmente. Con 20 años, y al ser ciudadano estadounidense, con plenos derechos y deberes, fue llamado a cumplir su servicio militar mientras se desarrollaba la Segunda Guerra Mundial. Como muchos otros soldados de origen hispano – hispanoamericanos en su práctica totalidad- fue incorporado a los marines y destinado al Pacífico Sur, donde se libraba la guerra contra el ejército japonés. Allí combatió y sobrevivió a la terriblemente famosa Batalla de Guadalcanal, que tuvo lugar en el archipiélago de las Islas Salomón desde agosto de 1942 a febrero de 1943. Tras leer estos últimos días sobre dicho episodio bélico, soy ahora plenamente consciente de que aquel familiar mío al que tuve la suerte de conocer personalmente era un auténtico superviviente: en los combates de Guadalcanal murieron 24.000 soldados japoneses y 1.600 americanos; además, a causa de la malaria y otras enfermedades tropicales, fallecieron otros varios miles de soldados estadounidenses. Concluida la rememoración de su increíble experiencia bélica, el primo de mi abuela me confesó que en ese momento presente, superados los 60 años de edad, cuando por la noche se acostaba en su casa de un plácido valle californiano le ocurría algo con relativa frecuencia: al cerrar los ojos para tratar de conciliar el sueño, podía ver con absoluta nitidez en la oscuridad los rostros jóvenes de compañeros de armas suyos, la mirada eterna de aquellos muchachos con los que compartió el duro día a día de la isla del Pacífico, pero que, a diferencia de él, fueron mucho menos afortunados, pues se dejaron sus aún incipientes vidas en aquel remoto confín del planeta.

No tengo demasiado claro si la literatura imita la vida o, si por el contrario, es en ocasiones la vida la que imita a la literatura, pero muchos años después de aquel inolvidable encuentro de 1984, mientras leía la novela “Soldados de Salamina”, publicada por Javier Cercas en 2001, me sobrecogió volver a toparme, entre sus páginas, con otros rostros jóvenes que en la negra noche del tiempo seguían rindiendo visita a un antiguo compañero de combate, el cual había conseguido sobrevivir hasta la senectud. En uno de los pasajes más emotivos del libro, Cercas pone en boca de Miralles, el antiguo soldado republicano durante la Guerra Civil española, ahora anciano, las siguientes palabras: “Cuando salí hacia el frente en el 36 iban conmigo otros muchachos. Eran de Terrassa, como yo; muy jóvenes, casi unos niños, igual que yo; a alguno lo conocía de vista o de hablar alguna vez con él: a la mayoría no (…) Hicimos la guerra juntos (…) Ninguno de ellos sobrevivió. Todos muertos (…) Desde que terminó la guerra no ha pasado un solo día sin que piense en ellos. Eran tan jóvenes… Murieron todos. Todos muertos. Muertos. Muertos. Todos (…) A veces sueño con ellos, y entonces me siento culpable: les veo a todos, intactos y saludándome entre bromas, igual de jóvenes que entonces, porque el tiempo no corre para ellos (…) Nadie se acuerda de ellos, ¿sabe? Nadie. Nadie se acuerda siquiera de por qué murieron (…) pero yo me acuerdo, vaya si me acuerdo, me acuerdo de todos.”

Ilustra la presente entrada la portada del número del 27 de junio de 1969 de la revista estadounidense ‘LIFE’, el cual sacudió brutalmente la vida y conciencia de Estados Unidos al publicar a lo largo de diez de sus páginas las fotografías de los rostros, con nombres y apellidos y lugar de origen, de los 242 soldados estadounidenses que habían muerto en una sola semana en la Guerra de Vietnam.