BLOGS DE JOAQUÍN JOSÉ FERNÁNDEZ DOMÍNGUEZ

Una mirada personal al universo de la música, el cine, los libros, el arte y la cultura en general.


Interquerencias:

La música, el cine, el libro, el arte tienden de manera natural el uno al otro. Yo tiendo de manera natural hacia ellos o, ¿quién sabe?, quizá sean ellos los que tienden hacia mí. Dedico mi blog en especial a todos los "interquerentes" que por el mundo son.

Marilyn Monroe lee "Ulysses" de James Joyce

James Dean escoge un disco para escuchar

La calle Concepción de Huelva con una cartelera de la película "Lanza Rota" de Edward Dmytryk, circa 1955

Welcome to my World [ Canción de Jim Reeves]

Allá hallarás mi querencia. El lugar que yo quise. Donde los sueños me enflaquecieron. Mi pueblo, levantado sobre la llanura..., como una alcancía donde hemos guardado nuestros recuerdos. Sentirás que allí uno quisiera vivir para la eternidad. El amanecer; la mañana; el mediodía y la noche, siempre los mismos; pero con la diferencia del aire. Allí, donde el aire cambia el color de las cosas; donde se ventila la vida como si fuera un murmullo; como si fuera un puro murmullo de la vida.

[Juan Rulfo. Pedro Páramo]

En el lenguaje el hombre existe en su hoy, se vive; se siente vivo en su pasado, hacia atrás, se retrovive; y, más aún, se juega su carta hacia el futuro, aspira a perdurar; se sobrevive.

[Pedro Salinas. Defensa del Lenguaje]

Desperté ya entrada la noche. Abajo, Gertrud cantaba una canción popular, la luz de la lámpara estaba encendida. Una lámina transparente con el portal de Belén y la adoración de los pastores brillaba tenuamente sobre la alta cómoda. En la mesa blanca plegable, entre los demás regalos de mi hermano, estaba el cinematógrafo con su chimenea curvada, su lente circundada por el latón delicadamente trabajado y su soporte para los rollos de película. Tomé una decisión rápida, desperté a mi hermano y le propuse un trato. Le ofrecí mis cien soldados de plomo a cambio del cinematógrafo. Como Dag tenía un gran ejército y siempre estaba enzarzado en asuntos bélicos con sus amigos, llegamos a un acuerdo satisfactorio para los dos. El cinematógrafo era mío.

[Ingmar Bergman. Linterna Mágica: Memorias]

Larry (suspira): Oye, quedamos en que si yo iba la semana que viene a la ópera de Wagner tú verías todo el partido de hockey sin rechistar.
Carol: Sí, cariño, ya lo sé. Te lo prometí.
Larry: Yo ya me he comprado los tapones.
Carol: Sí. Pues con la vista que tienes dudo que veas el disco.

[Woody Allen. Misterioso Asesinato en Manhattan. Diálogo entre Woody Allen y Diane Keaton]

Ethan: What you saw wasn't Lucy.
Brad: But it was, I tell you!
Ethan: What you saw was a buck wearin' Lucy's dress. I found Lucy back in the canyon. Wrapped her in my coat, buried her with my own hands. I thought it best to keep it from ya.
Brad: Did they...? Was she...?
Ethan: What do you want me to do? Draw you a picture? Spell it out? Don't ever ask me! As long as you live, don't ever ask me more.

[John Ford. Centauros del desierto. Diálogo entre John Wayne y Harry Carey Jr]

Lady sings the blues
She tells her side
Nothing to hide
Now the world will know
Just what the blues is all about

[Billie Holiday. Lady Sings the Blues]

Si la vida fuese justa, Elvis estaría vivo y todos sus imitadores estarían muertos.

[Johnny Carson]


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viernes, 2 de mayo de 2014

FRANÇOISE DORLÉAC EN EL FULGOR DEL INSTANTE FÍLMICO





Il mio mondo,
tutto il mondo sei per me,
a nessuna voglio bene come a te,
ogni giorno ogni istante dolcemente ti diró
come prima più di prima t'amerò.

[“Come Prima”- letra: Mario Panzeri / música: Vincezo Di Paola y Sandro Taccani]



El instante, unidad constitutiva de la secreta pasión cinéfila. El instante, casi indefinible en la elusiva transición de su insignificante esencia, mas plenamente reconocible en los obstinados efectos colaterales de su impacto súbito. El instante, fogonazo y fulgor del micromomento que, siquiera por unos eternos segundos, nos permite escapar de la secuencial tiranía de lo narrativo, convirtiendo en mot juste la efímera arquitectura mínima de la forma visual. El instante fílmico aplica su apresurada imprimación directamente sobre la mirada, siempre pretendidamente virgen, del avezado espectador, adhiriéndose por siempre al recóndito paraje de su propia memoria cinematográfica.

En la prodigiosa microsecuencia del baile en el club nocturno parisino de “La piel suave” (La peau douce. François Truffaut, 1964), Françoise Dorléac, surgida de los inéditos confines de lo instantáneo, nos obsequia con su talento natural para el hipnótico movimiento al son de la música (quintaesencialmente sesentera), así como con su compleja facilidad para encandilar a quien tenga la dicha de contemplarla, sea éste el espectador o el propio personaje del célebre escritor y editor literario Pierre Lachenay (interpretado por Jean Desailly). Lachenay, adoptando aquí las palabras de Silvia Gianni, integra la extensa nómina de “personajes que se ven obligados a vivir ‘al día’, condenados a hallar su equilibrio en el ‘fugaz instante del presente’ ”.



A continuación, ofrezco varios “instantes de lectura” complementarios:

“Hay rostros del firmamento cinematográfico que el mundo perdió la oportunidad de ver envejecer. James Dean y Marilyn Monroe forman la Estrella Polar de ese firmamento de cuerpos jóvenes y hermosos que la muerte repentina deja congelados en el imaginario colectivo. Françoise Dorléac se incorporó a su plateada constelación el 26 de junio de 1967 cuando perdió el control de un Renault 8 a 10 kilómetros de Niza. Chocó con un poste a orillas de la Costa azul. El coche ardió. Ella tenía 25 años y había trabajado con René Clair, Philippe de Broca, François Truffaut, Roger Vadim, Roman Polanski, Jacques Demy y Ken Russell, entre otros (…) Una actriz que habría podido dejar su huella en el cine europeo de las últimas décadas”.

[Daniel de Partearroyo. “Françoise Dorléac: Estrella Cristalizada”. Libreto crítico del DVD de “La piel suave”. Avalon. 2011]


“Estamos en presencia de personajes que se ven obligados a ‘vivir al día’, condenados a hallar su equilibrio en el ‘fugaz instante del presente’ (Aínsa 133); por esto, la palabra ‘mañana’ –y más en general la noción de ‘tiempo’– adquiere un nuevo sentido, y prefigura una inédita concepción de la división del tiempo entre el ayer, el hoy y el mañana. Sofocada la nostalgia del pasado y conscientes de la incertidumbre del futuro, la idea de vivir el presente se enfatiza y se dilata. Un carpe diem obligado, se podría decir, una reflexión sobre el ahora que no significa una renuncia al futuro o el olvido del pasado, sino que hace del presente ‘manantial de presencias’ (Paz 40-41) –el sitio de convergencia de los tres tiempos. Así, el perpetuo proceso de transición identitaria transforma el presente en el verdadero tiempo de la experiencia humana, un ‘estar ahí’ que, en cuanto momento vivido, permite perfilar los rasgos culturales que se van conformando, y concurre a vislumbrar nuevos modos de entenderse y entender al otro”.

[Silvia Gianni. “¿De dónde es uno? Transitoriedad de la identidad, configuración de los espacios centroamericanos”. Revista Istmo nº 19. 2009, pág. 2.

Referencias citadas en su texto por Silvia Gianni:

Fernando Aínsa. “Espacio literario, fronteras de la identidad”. San José: Editorial de la UCR. 2005.

Octavio Paz. “La búsqueda del presente”. Conferencia en ocasión del conferimiento del Premio Nobel de Literatura (1990). Obras Completas. Barcelona: Círculo de Lectores. 1990. Vol. 3, págs. 39-41]


“¿Puede delimitarse, de alguna manera objetiva, la mínima duración real del “instante”? (…) Sólo la mente humana puede “vivir” conscientemente el instante presente, tener consciencia de ese momento fulgurante, de que su vida y su tiempo se están realizando en el presente de su conocimiento (…) La definición psicológica del presente instantáneo desborda los conceptos físicos y también los biológicos. Hemos de buscar una medida especial para una consciencia viva que pueda alcanzar límites extremos de intensidad y también de indivisibilidad”.

[Manuel Criado de Val. “La imagen del tiempo: Verbo y relatividad”. Madrid: Istmo. 1992, págs. 103, 106]


“If an image is flashed too quickly to be perceived consciously, we take it unconsciously and respond to it without knowing what is happening (…) When I walk in the street, I sometimes glimpse a scene for just an instant, but I cannot tell you what I have witnessed until a fraction of a second later, when the puzzling image falls into place.”

“Si una imagen se nos aparece como un destello con tanta rapidez como para no poder percibirla conscientemente, la recibimos de manera inconsciente y respondemos a ella sin saber lo que está sucediendo (…) Mientras camino por la calle, a veces alcanzo a ver una escena tan sólo por un instante, pero soy incapaz de identificar lo que he presenciado hasta una fracción de segundo después, cuando la desconcertante imagen encaja en su lugar”.

[Siri Hustvedt. Living, Thinking, Looking. London: Sceptre. 2013, pág. 226. Mi traducción]









lunes, 25 de marzo de 2013

MALIKA MOKEDDEM: FUSIÓN Y CONFUSIÓN DEL DESIERTO Y EL MAR




La escritora Malika Mokeddem nació en 1949 en Kenadsa, un pueblo situado en el desierto de Argelia, en el seno de una familia de nómadas. En el fragmento que aquí extraigo de su novela “Sueños y asesinos” [Traducción de Ángeles García. Círculo de Lectores. 1998, págs. 84-5], Mokeddem trata de desbrozar la compleja dualidad que parece albergarse dentro de los inabarcables límites de la inmensidad: el desierto y el mar, el sofoco y el frescor, el miedo y la fascinación, el encierro y la evasión, la contemplación y la evocación. En el encantamiento que produce la poética prosa de la autora argelina la proximidad del antes evocado mar y el recuerdo del otrora omnipresente desierto se funden y confunden armoniosamente en un inmenso y luminoso símbolo de libertad:

“El mar no tiene ni una arruga. El reflejo de la luna se despereza blandamente sobre el agua. Necesito el mar. Desde siempre su mera evocación era como una bocanada  de aire durante mis largos sofocos en el desierto. Su contemplación me devuelve al desierto. El desierto me encerraba en sus inmensidades. En su eternidad. Mis ojos allí se despavorían de desolación hacia lo sublime. Lente implacable del cielo. Hoguera de los días. Éxtasis de la luz. Dogma del silencio. Miedo y fascinación en el límite de lo soportable. Pensar en el mar me liberaba de su hipnosis, hacía rodar, se llevaba mis pensamientos, acunaba mi ensoñación. Sentía entonces en mí una respiración ligera, una oscilación de duda, como efusiones lejanas, llamadas a la evasión. Mar y desierto, en ellos me pierdo. Los fundo y confundo en una misma imagen, la herida luminosa de mi libertad”.    


jueves, 20 de septiembre de 2012

EN NOMINATIVO Y LOCATIVO SINGULAR





Declinar en nominativo y locativo singular. Aventurarse por los sinuosos vericuetos de la topografía humana. Deslabazar uno tras otro los eslabones de la inmensa cadena de causas y efectos que traba nombres y lugares. Desentrañar la intricada madeja de circunstancias que envuelve al individuo. Poner rostro a la borrosa silueta contorneada por el paisaje aplicando con precisión la vasta paleta de colores de la palabra.



AUDREY HEPBURN EN AMSTERDAM

Una bicicleta en Amsterdam. El tranquilo arrebato lírico de Antonio Muñoz Molina evoca el rítmico transitar por calles que cartografían el espíritu de la ciudad. Llega hasta mí de la mano de las veleidades del sentimiento la nítida imagen de Audrey Hepburn a lomos de su bicicleta. Soñar a la actriz adolescente desplegando su sofisticada sencillez sobre los canales de un Amsterdam bélico y crepuscular, pedaleando un grácil minué hasta la puerta de la escuela de ballet de Sonia Gaskell.

“BICICLETAS. Anochece y sus pequeñas luces flotan en la penumbra como luciérnagas: algunas parpadean, otras permanecen fijas, hay quien las lleva colgadas en el pecho; el parpadeo se corresponde a veces con el sonido breve y rápido de los timbres; los timbres riman en tono menor con la campana del tranvía, igual que el ruido de cacharro de las bicicletas se escucha con el fondo de esa trepidancia de los motores eléctricos y del roce de las ruedas de los tranvías sobre los raíles”.

[Antonio Muñoz Molina. “Para un diccionario básico”. Babelia, nº 1086. El País. 15 de septiembre de 2012]



LEE HARVEY OSWALD EN TOKIO

Un marine en Tokio. Ante el consejo de guerra de la historia, Don DeLillo exhibe con marcial elegancia el acta notarial de la deseducación sentimental del magnicida en ciernes. La continua mudanza por las claustrofóbicas estancias del desarraigo patrio se torna ahora placentero deambular por las callejuelas de la capital japonesa, en pos del amor fugaz celosamente guardado en una de tantas urnas de cristal habitadas. La magia del momento oriental metaforiza las cárceles imaginarias del profundo sur en inmarcesibles estados de inusitada satisfacción.

“La humedad otoñal persistió. La luz de las farolas relucía en el laberinto de callejones atestados de casas y tiendas de madera. Le habían quitado su espacio norteamericano. No es que importara demasiado. Su espacio no había sido más que vagabundeo, una mentira que ocultaba habitaciones reducidas, el televisor, la incensante voz de su madre. Louisiana, Texas, puras mentiras. Lugares sin propósito que giraban en torno a los cuartuchos en los que siempre acababa. Aquí la pequeñez adquiría sentido. Las ventanas de papel y las habitaciones como cajas eran estado mentales claros, formas de bienestar”.

[Don DeLillo. “Libra”]



KIM PHUC EN MADRID

La vietnamita por siempre niña deja momentáneamente en suspenso su sincera plática con la periodista-comensal para atender a los platos minuciosamente seleccionados de entre su estricta dieta del napalm. Extinguidos largo tiempo atrás en su corazón los rescoldos postreros de la rabia y el dolor, su memoria aviva, por exigencias del guión, el fuego eterno de la sinrazón. En un reluciente restaurante de Madrid el alma adulta exorciza en público sus fantasmas al calor del convencional bálsamo conversacional; en una polvorienta carretera de Vietnam el cuerpo infantil intenta en vano esquivar las lenguas de fuego del espíritu del mal.

“El 8 de junio de 1972, Phuc y sus vecinos del poblado de Trang Bang fueron víctimas de un ataque estadounidense que el joven fotógrafo Nick Ut inmortalizó en una instantánea que dio la vuelta al mundo. Oírla revivir aquel momento cierra el estómago. ‘Llevábamos tres días refugiados en un templo y de pronto oímos venir los aviones y echamos a correr. Vi caer cuatro bombas. Oí ‘brum brum’, un sonido más suave de lo que me esperaba, y de pronto había fuego por todas partes, también en mi piel’. Su ropa veraniega ardió por completo dejando su cuerpecillo escurrido expuesto a la agresión de la cabeza a los pies. Dos de sus primos, de seis meses y tres años, murieron abrasados. Ella sufrió quemaduras en el 65% de la piel y necesitó injertos en el 35%”.

[Carmen Pérez-Lanzac. “Almuerzo con … Kim Phuc”. El País. 19 de septiembre de 2012]


miércoles, 18 de julio de 2012

ROSTROS JÓVENES EN LA NEGRA NOCHE DEL TIEMPO


“Nunca, bajo ninguna circunstancia, menosprecies una obra de ficción tratando de convertirla en una simple copia de la vida real; lo que buscamos en la ficción no es tanto la realidad sino más bien la epifanía de la verdad”.

 [Azar Nafisi. “Leer ‘Lolita’ en Teherán”. 2003. Mi traducción]

En el incierto e inconstante territorio que se extiende entre lo improbable y lo imposible pueden verificarse, en ocasiones, situaciones de prodigiosa singularidad. Parecería improbable, por ejemplo, que alguien nacido en un pueblo de la costa coruñesa y que pasó allí los primeros años de su infancia acabase engrosando las filas del ejército de Estados Unidos y llegase incluso a combatir contra los japoneses en la Campaña del Pacífico durante la Segunda Guerra Mundial; en la zona de demarcación de lo imposible podría localizarse, sin duda, la circunstancia de que ese alguien fuera en realidad un miembro de mi propia familia y yo tuviese la oportunidad única de oír de su propia boca el relato en primera persona de su experiencia bélica. Pues bien, ambas cosas sucedieron en realidad.

A principios de la década de los 30 del pasado siglo, un primo hermano de mi abuela materna, que contaba con 9 años de edad, se embarcó en un puerto gallego rumbo a la tierra de promisión del otro lado del Atlántico, acompañado de su hermana menor y de su madre (que era hermana de mi bisabuela materna, la cual llegó a conocerme en persona cuando, con un año de vida, hice mi primer viaje a Galicia). A diferencia de tantos otros emigrantes gallegos que dirigieron sus pasos hacia el sur del continente americano, en especial Argentina, mis tres familiares fueron recibidos por la Estatua de la Libertad en el norte. Allí iniciaron una nueva vida, lejos de la penuria de su tierra natal, y acabaron adoptando la nacionalidad estadounidense. Muchos años después, en concreto en 1984, teniendo yo 16 años, recibimos en nuestra casa de Huelva la visita del primo americano de mi abuela, que debía de andar por los 62. Había viajado desde California, donde residía, hasta España para visitar en Galicia, Andalucía y Canarias, a su diseminada familia española, entre ella mi abuela, que vivía en el piso de al lado. Todavía hoy lo recuerdo vívidamente: alto, con el pelo canoso, bajándose en mi calle de un coche alquilado rojo. En una larga y relajada conversación de sobremesa del mes de abril, me relató con detalle una parte de su vida que me sorprendió e impactó especialmente. Con 20 años, y al ser ciudadano estadounidense, con plenos derechos y deberes, fue llamado a cumplir su servicio militar mientras se desarrollaba la Segunda Guerra Mundial. Como muchos otros soldados de origen hispano – hispanoamericanos en su práctica totalidad- fue incorporado a los marines y destinado al Pacífico Sur, donde se libraba la guerra contra el ejército japonés. Allí combatió y sobrevivió a la terriblemente famosa Batalla de Guadalcanal, que tuvo lugar en el archipiélago de las Islas Salomón desde agosto de 1942 a febrero de 1943. Tras leer estos últimos días sobre dicho episodio bélico, soy ahora plenamente consciente de que aquel familiar mío al que tuve la suerte de conocer personalmente era un auténtico superviviente: en los combates de Guadalcanal murieron 24.000 soldados japoneses y 1.600 americanos; además, a causa de la malaria y otras enfermedades tropicales, fallecieron otros varios miles de soldados estadounidenses. Concluida la rememoración de su increíble experiencia bélica, el primo de mi abuela me confesó que en ese momento presente, superados los 60 años de edad, cuando por la noche se acostaba en su casa de un plácido valle californiano le ocurría algo con relativa frecuencia: al cerrar los ojos para tratar de conciliar el sueño, podía ver con absoluta nitidez en la oscuridad los rostros jóvenes de compañeros de armas suyos, la mirada eterna de aquellos muchachos con los que compartió el duro día a día de la isla del Pacífico, pero que, a diferencia de él, fueron mucho menos afortunados, pues se dejaron sus aún incipientes vidas en aquel remoto confín del planeta.

No tengo demasiado claro si la literatura imita la vida o, si por el contrario, es en ocasiones la vida la que imita a la literatura, pero muchos años después de aquel inolvidable encuentro de 1984, mientras leía la novela “Soldados de Salamina”, publicada por Javier Cercas en 2001, me sobrecogió volver a toparme, entre sus páginas, con otros rostros jóvenes que en la negra noche del tiempo seguían rindiendo visita a un antiguo compañero de combate, el cual había conseguido sobrevivir hasta la senectud. En uno de los pasajes más emotivos del libro, Cercas pone en boca de Miralles, el antiguo soldado republicano durante la Guerra Civil española, ahora anciano, las siguientes palabras: “Cuando salí hacia el frente en el 36 iban conmigo otros muchachos. Eran de Terrassa, como yo; muy jóvenes, casi unos niños, igual que yo; a alguno lo conocía de vista o de hablar alguna vez con él: a la mayoría no (…) Hicimos la guerra juntos (…) Ninguno de ellos sobrevivió. Todos muertos (…) Desde que terminó la guerra no ha pasado un solo día sin que piense en ellos. Eran tan jóvenes… Murieron todos. Todos muertos. Muertos. Muertos. Todos (…) A veces sueño con ellos, y entonces me siento culpable: les veo a todos, intactos y saludándome entre bromas, igual de jóvenes que entonces, porque el tiempo no corre para ellos (…) Nadie se acuerda de ellos, ¿sabe? Nadie. Nadie se acuerda siquiera de por qué murieron (…) pero yo me acuerdo, vaya si me acuerdo, me acuerdo de todos.”

Ilustra la presente entrada la portada del número del 27 de junio de 1969 de la revista estadounidense ‘LIFE’, el cual sacudió brutalmente la vida y conciencia de Estados Unidos al publicar a lo largo de diez de sus páginas las fotografías de los rostros, con nombres y apellidos y lugar de origen, de los 242 soldados estadounidenses que habían muerto en una sola semana en la Guerra de Vietnam.

lunes, 30 de abril de 2012

NATALIE WOOD EN MALIBÚ, 1965: DEL NO-ESPACIO Y EL NO-TIEMPO




“Para alcanzar la felicidad en otro mundo, tan sólo es necesario creer en algo, mientras que para asegurárnosla en este mundo, debemos hacer algo.”


[Charlotte Perkins Gilman]



“Es una muchacha viva, alerta, intensa, siempre fresca, que parece que está estrenando cada gesto. Cuando aparece, la película revive, a pesar de lo mucho que los demás hacen para enturbiarla y marchitarla. El amor, y el dolor, y la alegría infantil, y el desvarío y la desesperación, y la resignación amarga, todo es verdad en ella, lo único que tiene efectivo esplendor.”


[El filósofo Julián Marías escribe sobre Natalie Wood en la película “Esplendor en la hierba”. Citado por Manuel Hidalgo en su artículo “Esplendor en el agua: Natalie Wood”]




Siempre que visito una playa por primera vez lo hago invariablemente acompañado por la inescapable sensación de haber estado ya antes en ella. Quizá pueda deberse esto al hecho de que, probablemente, todas las playas sean en última instancia una misma playa. La playa es, en realidad, un espacio carente de coordenadas físicas definidas, un no-espacio regido por aquello que Carlos Hernández Pezzi –en su artículo de 2005 “Navegación metropolitana: flujos, escalas, pasajes”– denomina “la ausencia perceptiva como valor espacial en el límite”. La playa –todo límite ella: de la tierra, en la orilla; del mar, en el horizonte– produce en el individuo un enigmático y sugerente vértigo que anula su capacidad para percibir objetivamente no sólo el espacio, sino también el tiempo. De este modo, dentro de los evanescentes confines de la playa, pasado, presente y futuro renuncian a su frágil y efímera identidad para convertirse en sumisos súbditos del no-tiempo, el cual dibuja caprichosamente sobre la arena la embaucadora cronología de su desconcertante reinado: ¿quién no ha sumergido su cuerpo en el mar para al salir de él, cercados sus párpados por la temible alianza de la sal y el sol, engañarse a sí mismo pensando que podría ver en su cuerpo el de aquel niño que tantos años atrás se bañó en ese mismo lugar?. Quizá el no-espacio de una playa andaluza en el no-tiempo de este año 2012 se convertirá, cuando menos lo esperemos, en el Malibú de 1965, donde eternamente Natalie Wood eclipsa con el negro de sus ojos al orgulloso sol californiano y se agarra la tiranta de su bikini rota por la furia desatada del Pacífico, celoso de su radiante belleza. En la famosa escena del filme “Esplendor en la hierba” (‘Splendor in the Grass’. Elia Kazan, 1961), Natalie Wood se desmoronaba al leer, en los implacables versos de William Wordsworth, la inmisericorde condena a muerte del esplendor en la hierba y la gloria en la flor. Cuatro año después, en 1965, en la idílica y dorada Malibú, en las entrañables imágenes de una grabación casera donde famosos actores improvisan interpretaciones de sí mismos y remedan maneras del cine silente en florido color, la actriz rusa de San Francisco puso a salvo, gloriosamente y para siempre, el esplendor en la arena y la gloria en la ola.




Vídeo casero sin sonido perteneciente al actor Roddy McDowall grabado en Malibú, el 15 de agosto de 1965. En él puede verse a Natalie Wood, Paul Newman, Jane Fonda, Samantha Eggar, Jane Powell y James Fox.



 



Escena cumbre de "Esplendor en la hierba", en la que una magistral Natalie Wood lee y comenta los famosos versos de William Wordsworth, que contienen el título de la película, antes de sucumbir a una profunda crisis psicológico-emocional derivada de la negación del amor.



 




Vídeo de la presentación del libro de 2012 "Los ojos de Natalie Wood", del escritor cordobés Alejandro López Andrada.




 

sábado, 4 de febrero de 2012

CASPAR DAVID FRIEDRICH: RITO DE PASO EN LA NIEBLA


“El artista debe pintar no sólo lo que ve ante sí, sino también lo que ve en su propio interior. Sin embargo, si no ve nada dentro de sí, entonces debería abstenerse de pintar aquello que ve ante sí”.

[Caspar David Friedrich. Mi traducción]


“La Naturaleza no abre indistintamente a todos la puerta del santurario”.

[Fulcanelli. “El misterio de las catedrales”]


“Los ritos de paso son ceremonias que señalan el paso de un estatus social o religioso a otro (…) La mayoría de los ritos de paso más significativos y frecuentes están asociados a las crisis biológicas de la vida (…) otros ritos de paso celebran cambios esencialmente culturales (…) Van Gennep sostiene que los ritos de paso se componen de tres elementos diferenciados y consecutivos: la separación, la transición y la reincorporación”.

[Enciclopaedia Britannica. “Sacred Rites and Ceremonies”. Mi traducción]



En su artículo “Memoria de la nieve” (Babelia / El País, 30.12.11), Manuel Rodríguez Rivero escribe lo siguiente: “¿Dónde se ha escondido la nieve, una tradición navideña? (…) La nieve, ese elemento casi imprescindible en la iconografía de estos días (al menos en la que inventaron los victorianos, que es la nuestra) se ausenta de nuestro entorno, pero la reencuentro en las estupendas ilustraciones de Roberto Innocenti para “Canción de Navidad”, ese clásico de Dickens publicado impecablemente por Kalandraka (…) Nieva, por tanto, en los libros, mucho más que en el mundo que pretenden reflejar”. A esta última aseveración de Rodríguez Rivero yo añadiría que nieva también en los cuadros, como por ejemplo en “Paisaje de invierno” (1811) de Caspar David Friedrich, con el que me topé el último día del pasado año, justo después de leer “Memoria de la nieve”, mientras hojeaba un libro sobre la National Gallery de Londres; en concreto, en la sección dedicada en dicho museo a las escuelas pictóricas de Europa Central se encuentra expuesta la obra de Friedrich.

Sin embargo, en “Paisaje de invierno” llama poderosamente mi atención otro fenómeno meteorológico que, a diferencia de la nieve, sí suele formar parte con relativa frecuencia de la iconografía real de mis navidades y, en general, de mis inviernos: la niebla. El invierno se muestra como la estación del año quizá más proclive a la meditación y la reflexión. Así parecía entenderlo Friedrich, destacado representante del primer Romanticismo pictórico alemán, quien se especializó en la composición de estampas paisajísticas invernales concebidas como sugerentes y plásticas invitaciones al espectador a sumirse en el complejo ejercicio de la introspección. De este modo, la contemplación de los cuadros de Friedrich nos anima a explorar entre los arcanos de una realidad dual, en busca de la esencia espiritual del hombre según ésta se manifiesta en las formas de la materia natural. Acepto gustoso, pues, el reto de Friedrich e intento aplicar mi visión introspectiva a su “Paisaje de invierno”, lo que me lleva de nuevo a reparar en la destacada presencia de la niebla en su obra.

En la niebla, en esa indeterminada e incierta combinación de agua y aire plasmada delicada y sutilmente por el pincel frío y ácido del alemán, acierto a reconocer quizá el ser último del hombre: en la niebla que suele envolver el tránsito de la noche al día; en la niebla que anuncia la transición entre dos estados cuyas formas son difíciles de distinguir; en la niebla que simboliza cambio, evolución, cruce de fronteras visibles o invisibles en pos de metas definidas o de misteriosos destinos, en función de cuál sea la densidad del intangible meteoro. En la niebla, la existencia humana se torna callada celebración del rito de paso -eso que hemos convenido en llamar “tiempo”- y que hace de nosotros personas nuevas a cada instante.

En el lienzo de Friedrich la difusa y etérea interinidad de la niebla ha logrado congelar para siempre -en pictórica connivencia con la nieve, poderosa aliada en el atmosférico ceremonial- la transitoriedad de los ritos de paso del artista y del hombre. El artista reniega de la tradicional representación clásica de la naturaleza-objeto, concebida para el goce sensorial por parte del espectador de su obra, y abraza el nuevo credo romántico de la naturaleza-símbolo, sobre la que el autor proyecta el sentimiento, la emoción y la idea guardados con celo en el epicentro de su yo creador. Por su parte, el hombre, minimizado y desvalido por la onerosa sensación de soledad, melancolía y aislamiento con que el artista ha impregnado el paisaje, arroja, no obstante, con aplomo y valentía sus muletas para, desafiando abiertamente a su parálisis, dar un paso decisivo hacia un nuevo estado espiritual: la mudanza desde la caduca y artificial religiosidad fabricada por las terrenales órdenes sacerdotales (simbolizada en la catedral gótica cuyo contorno aparece desdibujado entre la densa niebla) hasta la emergente y prístina doctrina natural (visible en la elevada majestuosidad y el verde contrastado de los místicos abetos, que esconden un crucifijo en el interior del templo natural que ellos mismos conforman junto con las rocas fundacionales), la cual invita al hombre a aventurarse, a través de un nuevo rezo, hacia una realidad superior –que no puede ser aprehendida mediante la experiencia sensorial- en busca de su reintegración con lo divino, que inunda todos los elementos de la naturaleza y los seres vivos que en ella habitan, con el hombre a la cabeza. Corroboran esta última idea las palabras del propio Friedrich: "Lo divino está en todas partes, incluso en un grano de arena; yo lo he pintado una vez entre los juncos".



A continuación ofrezco una audición y dos lecturas complementarias al visionado del cuadro de Friedrich:


1. El compositor inglés Frederick Delius, de padres alemanes, facturó auténticos cuadros sonoros inspirados por su pasión por la naturaleza, como el que aquí incluyo, “Aquarelle 1”. Aunque concebida para, en palabras del propio compositor, “ser interpretada en una noche de verano”, la serenidad que evocan las delicadas notas de la paleta musical de Delius en su “acuarela” hacen de su audición, en mi opinión, un complemento perfecto para el disfrute visual del “Paisaje de invierno” de Friedrich. En el terreno de lo anecdótico, reseñar la coincidencia, en lo relativo a la discapacidad física, de Delius con el hombre del cuadro de Friedrich, ya que el músico quedó ciego y paralítico a causa de la sífilis.




2. Como podemos leer en la Enciclopedia Encarta: “Los trascendentalistas estuvieron influenciados por el Romanticismo, especialmente en aspectos como el examen de conciencia, la exaltación del individualismo y el elogio de las bellezas de la naturaleza y de la humanidad. En consecuencia, los escritores trascendentalistas expresaron sentimientos semi-religiosos hacia la naturaleza, así como el proceso creativo, y veían una conexión directa, o una correspondencia, entre el universo (macrocosmos) y el alma individual (microcosmos). Según esta idea, lo divino impregna todos los objetos, animados o inanimados, y el objetivo de la vida era la unión con el denominado alma superior”. El estrecho vínculo entre la pintura del romántico alemán Caspar David Friedrich y el Trascendentalismo estadounidense resulta evidente en el siguiente pasaje de Henry David Thoreau:


“Los árboles y los arbustos elevan sus brazos blancos al cielo; y donde había paredes y setos vemos formas fantásticas que retozan haciendo cabriolas por el sombreado paisaje, como si la Naturaleza hubiera esparcido sus diseños hechos durante la noche como modelos para el artista.

Abrimos la puerta en silencio, dejando que caiga dentro la nieve amontonada, y salimos a enfrentarnos con el aire cortante. Las estrellas ya han perdido parte de su brillo, y una niebla opaca y plúmbea bordea el horizonte. Una tenue luz bronceada sobre el este proclama la llegada del día, mientras el paisaje occidental aún permanece espectral y oscuro, envuelto en una tenebrosa luz tartárea, como si fuera un reino umbrío”.

[Henry David Thoreau. “Un paseo de invierno”]


3. Antonio Machado, heredero directo del Romanticismo en un arte poético que, al igual que la pintura de Friedrich, refleja la respuesta emocional del artista frente a paisajes naturales preñados de connotaciones simbólicas:


Al borrarse la nieve, se alejaron
los montes de la sierra.
La vega ha verdecido
al sol de abril, la vega
tiene la verde llama,
la vida, que no pesa;
y piensa el alma en una mariposa,
atlas del mundo, y sueña.
Con el ciruelo en flor y el campo verde,
con el glauco vapor de la ribera,
en torno de las ramas,
con las primeras zarzas que blanquean,
con este dulce soplo
que triunfa de la muerte y de la piedra,
esta amargura que me ahoga fluye
en esperanza de Ella...

[Antonio Machado. “Campos de Castilla”, poema CXXIV]

viernes, 30 de diciembre de 2011

EDWARD HOPPER: ARRIMADOS AL SOL QUE MÁS ALIENA


¡Duerme el mundo partido hacia adelante!
¡Vela la sombra interna! ¡La luz nace!

¡Vendado el mundo externo –fe del día–,
piensa ciega a la luz que en él cobija!

[Emilio Prados. “La realización del mito”]



El pintor estadounidense Edward Hopper fue, sin duda, uno de los más hábiles diseccionadores de la sensibilidad particular que, en buena manera, caracterizó al hombre del siglo XX: angustia, melancolía, soledad, aislamiento -sentimientos estos que fueron perfectamente epitomizados y plasmados por Hopper en sus cuadros mediante la exploración, sistemática y concienzuda, de un todopoderoso y omnipresente concepto de alienación que recorre transversalmente su obra pictórica.

Para la representación formal del gran tema de la alienación y sus factores coadyuvantes, Hopper solía recurrir a dos espacios pictóricos claramente diferenciados: por un lado, los interiores oscuros, sombríos, del tipo de una habitación de hotel, una mesa de bar o un vagón de tren; por otro, los exteriores soleados, luminosos, de amplios espacios abiertos. En definitiva, una muy personal imaginería pictórica dual puesta al servicio de la expresión desnuda, descarnada de la angustia vital del hombre moderno, tanto en los ambientes cerrados (claustrofobia) como en los espacios abiertos (agorafobia).

De entre las pinturas de la serie que podríamos definir como de “alienación agorafóbica”, me gusta especialmente la que Hopper pintó en 1960, ya dentro de su última etapa, con el título de People in the Sun (“Gente al sol”), la cual se expone en el National Museum of American Art de Nueva York. En lo tocante a la composición y el color, son fácilmente reconocibles en ella algunos de los rasgos definitorios del estilo pictórico del estadounidense: composición cimentada en formas geométricas grandes y sencillas; utilización de elementos arquitectónicos para introducir acusados contrastes en la escena (así por ejemplo, la horizontalidad que domina el paisaje es quebrada abruptamente por la verticalidad del edificio que, fragmentariamente, se inserta a la izquierda del cuadro); empleo de áreas de color planas, en las que los tonos azulados (cielo, montañas y sombras) y ocres (campo, puerta y ventana del edificio, sillas) contribuyen a realzar la luz clara, intensa que delimita con enérgica precisión las formas y ángulos sobre el lienzo.

En un primer momento, el trazo realista de la obra parece presentarnos una escena amable, colorista, luminosa (un grupo de personas, sentadas al aire libre, toman relajadamente el sol, y una de ellas, a su vez, lee un libro), fruto del vistazo momentáneo a los espacios y a las gentes que caracterizaba la mirada artística del voyeurista social que fue Hopper.

En un análisis más detenido, el sobrecogedor reverso de la escena va dibujándose con extraordinaria nitidez ante nuestros ojos y vamos descubriendo que en ella nada es lo que parece: desde las montañas, que parecen ondularse extrañamente cual si de las olas del mar se tratase, hasta los individuos que parecen estar absortos en su placentera contemplación. Los amplios espacios abiertos del paisaje producen, en realidad, una sensación de angustia, asfixia, opresión, enclaustramiento; la balsámica calma total que impregna la atmósfera del cuadro evoca, no obstante, desasosiego, aislamiento, soledad. Y, por encima de todo ello, la radiante luz del sol es un mero artificio, convirtiéndose en un infalible agente alienador. De este modo, las personas que aparentan disfrutar de la plácida visión del entorno son, en verdad, seres alienados, que han perdido todo vínculo sensorial y afectivo con el medio exterior y con su propia identidad personal, hasta el punto de mostrársenos como meros maniquíes que no parecen contener en su interior ni un ápice más de vida que las sillas de madera que los sostienen (precisamente de la madera de una marioneta parece haber sido fabricado el brazo con final en amorfo muñón del hombre calvo de traje gris que aparece en primer plano). En realidad, estos individuos tornados en puros autómatas por efecto de la alienación no pueden ver nada: ni la luz solar, ni el paisaje, ni unos a otros, rasgo este último muy habitual en el universo pictórico de Hopper, donde la sensación de soledad del ser humano se amplifica y acentúa aún más al ser normalmente experimentada en la cercana pero estéril compañía de otros congéneres igual de solitarios. Que estas tristes criaturas sedentes habitan un lóbrego mundo interior de sombras lo denotan los oscuros cercos que rodean sus ojos, prueba evidente de la acusada ausencia de contacto con la luz que preside sus días; esto, en el largo plazo, conducirá a la irremediable y completa desfiguración de sus rostros y de su personalidad, como parece sugerir el hecho de que ni siquiera podamos ver la cara de la mujer rubia que cierra la fila. En la esquina inferior izquierda, la figura periférica del lector actúa como efectivo contrapeso y contrapunto de todo el conjunto: es el único que parece ser una persona de carne y hueso (en este caso, los dedos de su mano están perfectamente perfilados), dotada de vida, con plena capacidad para procesar los estímulos externos, como aquellos que emanan de las hojas del libro en cuya lectura se encuentra inmerso; la razón de todo ello es evidente: es el único que no está contemplando el paisaje, que no está arrimado al sol que más aliena.


Charles Ives: 'The Rockstrewn Hills Join in the People’s Outdoor Meeting' (Orchestral Set, No. 2) / “Las rocosas colinas se unen a la reunión al aire libre del pueblo” (Serie Orquestal, nº 2)

Mi propuesta de audición complementaria al visionado del cuadro de Hopper: una pieza extraída de las “Series Orquestales” de Ives, el gran clásico estadounidense. Uno de sus habituales mosaicos sonoros, en este caso sobre fondo de ragtime; una calculada mezcla de placidez y desasosiego, reconfortante e inquietante a partes iguales.





Video sobre la obra pictórica de Edward Hopper realizado por Victoria Taylor-Gore