

DUST OF SNOW
The way a crow
Shook down on me
The dust of snow
From a hemlock tree
Has given my heart
A change of mood
And saved some part
Of a day I had rued.
[Robert Frost, 1923]
POLVO DE NIEVE
El modo en que un cuervo
Sacudió sobre mí
El polvo de nieve
De un abeto
Ha traído a mi corazón
Un sentimiento nuevo
Y ha rescatado parte
De un día que ya lamentaba.
[Mi traducción]
Desde siempre la nieve ha ejercido en mí una irresistible atracción, tanto en el mundo real como en los mundos imaginados por la creación artística. La lectura de este sencillo (poesía a contracorriente, sin adjetivos) pero precioso poema del norteamericano Robert Frost activa instantáneamente en mi memoria sentimental idénticas sensaciones a las que experimenté en primera persona, y creí reconocer también en cuantos aquellos estaban a mi alrededor, la primera y única vez que he visto nevar de verdad. Era en un Dublín invernal, durante el “tea break” de una larga jornada de clases en la universidad. Mientras trataba de abstraerme, en la medida de lo posible, de las anodinas y rutinarias conversaciones de rigor del momento mirando cómo la metódica lluvia caía con machadiana monotonía tras los cristales, sucedió algo imprevisto, diríase que mágico: las gotas de lluvia ralentizaron progresivamente su cadencia tornándose en frágiles copos de nieve, que se asemejaban a sedosas plumas de exótica ave o delicados pétalos de rara flor. ¡Estaba nevando!. Como tocado por el cuervo de Frost (hagámosle sitio al lado del de Poe), un día cualquiera, más bien monótono y melancólico, se transformó en una gloriosa celebración; para mí y para todos los demás, puesto que una suerte de locura colectiva pareció apoderarse de cuantos en el campus éramos, las reglas sociales quedaron momentáneamente en suspenso y nos enzarzamos en un rítmico y febril tirar y esquivar compactas y pesadas bolas de nieve. Creo que en ese momento vivíamos algo sorprendentemente parecido a lo sucedido a la humilde familia Parondi, del sur de Italia, emigrada a Milán tras la muerte del padre en la maravillosa “Rocco y sus hermanos” (“Rocco e i suoi fratelli”, 1960) de Luchino Visconti. También un día como cualquier otro la nieve se cruza mágicamente en sus vidas: en medio de la noche, mientras el resto de la familia duerme hacinada en un pequeño semisótano (escenario este que me conduce directamente a aquél donde se desarrolla la acción principal de “El tragaluz”, obra teatral de Antonio Buero Vallejo), Vincenzo/Spiros Focás contempla alborozado a través de la ventana la caída de los primeros copos de nieve. Exultante, se apresura a despertar a sus hermanos, que estallan de júbilo: “Está nevando. Hoy hay trabajo para todos". Junto con otros desfavorecidos por la fortuna, serán contratados por el consistorio milanés para integrar las cuadrillas que habrán de retirar la copiosa nieve caída sobre las calles antes de que la ciudad despierte del descanso nocturno. La viuda Rosaria/Katina Paxinou, una verdadera “mamma” italiana, queda extasiada por la visión del gélido elemento: “¡La nieve, y cómo nieva, parecen flores”. La escena, fantástica ya de por sí, adquiere los visos de un auténtico cuento de hadas por el efecto de la sugerente y onírica música de Nino Rota, en esta exquisita muestra de “neorrealismo mágico” que nos brinda Visconti.
Snow! Until I could read myself, Sook read me many stories, and it seemed a lot of snow was in almost all of them. Drifting, dazzling fairytale flakes. It was something I dreamed about; something magical and mysterious that I wanted to see and feel and touch.
[ Truman Capote “One Christmas”, 1982]
¡Nieve! Mientras que no pude hacerlo por mí mismo, Sook me leyó muchas historias, y daba la sensación de que en casi todas había mucha nieve: resplandecientes copos de ensueño deslizándose por el aire. Formaba parte de mis sueños, algo mágico y misterioso que deseaba ver, sentir, tocar.
[Mi traducción]
Como Capote en este entrañable relato de tintes autobiográficos, yo también tengo la sensación de que en muchas de las películas que han conseguido dejar huella en mí hay nieve, mucha nieve, nieve de celuloide que forma parte ya de mis más íntimos y preciados sueños de cinéfilo. A veces se trata de un elemento funcional del filme: un recurso narrativo dentro de la historia o realmente un personaje más de la misma; en otras ocasiones, es un componente esencialmente visual, estético, capaz de elevar una escena concreta a altísimas cotas de valía artística, como sucedía en la escena de “Rocco y sus hermanos” que comenté con anterioridad o, por ejemplo, en, para mí, una de las más brillantes escenas de la original fábula de costumbres “Eduardo Manostijeras” (“Edward Scissorhands”, 1990) de Tim Burton: Eduardo provoca una espectacular nevada al esculpir el hielo con sus manostijeras, bajo la cual danza grácilmente (cual Ofelia hamletiana resucitada bajo las aguas del río) una cautivadora Kim/Winona Ryder.
Son valores todos estos que reconozco perfectamente dentro de una de mis películas de referencia de uno de mis cineastas de referencia: “Centauros del desierto” (“The Searchers”, 1956) de John Ford. Hace tiempo que perdí toda esperanza de poder recontar mis innumerables visionados de la misma (primero fue la televisión, después el VHS, el DVD en un disco, el DVD en dos discos, ¡son las cosas de ser un fordiano irredento!). En una película claramente dominada por los tonos rojizos y anaranjados de la tierra arcillosa y las arenas del fabuloso Monument Valley (ese sobrenatural plató natural, a medio camino entre Utah y Arizona, indisolublemente unido a la figura de Ford), la nieve hace sin embargo dos portentosas apariciones.
Un magistral fundido encadenado del director traslada a los dos protagonistas de la historia -el veterano de la guerra civil Ethan Edwards/John Wayne (monumental, como el valle, la interpretación de Wayne, cuyo personaje no podría concebir en modo alguno en la representación corpórea de ningún otro actor) y su sobrino mestizo Martin Pawley/Jeffrey Hunter -a la grupa de sus caballos, desde una llanura rojiza de desértica arena hasta un inmenso y abierto paisaje nevado. Mediante la introducción de la nieve en la película, Ford opera un cambio fundamental en la historia, tanto cuantitativa como cualitativamente hablando. Por un lado, se produce un avance cuantitativo en la narración, puesto que el paso de un escenario casi desértico a otro nevado, decididamente invernal, es prueba inequívoca del discurrir indeterminado del tiempo, de la evidente prolongación de la búsqueda, por parte de los protagonistas, de los comanches que asesinaron a varios miembros de su familia y tienen todavía en su poder a la sobrina menor de Ethan, Debbie/Natalie Wood. El recurso a la narración visual por parte de Ford parece especialmente acertado, ya que en la psique del espectador, conmocionado aún por la tragedia acaecida a los Edwards y plenamente identificado con los dos hombres entregados a una empresa peligrosa y desesperada, el tiempo parece pasar con inusitada lentitud.
De la escena que acabo de describir pasamos inmediatamente a otra de las centrales de la película. Los dos protagonistas, que cansados y algo desmoralizados han optado por volver a casa temporalmente para tratar de reponer fuerzas, conversan montados en sus caballos bajo una intensa nevada. Ethan pronuncia entonces unas palabras que parecen adquirir resonancias casi bíblicas: “Nosotros no descansaremos (…) te lo prometo, la encontraremos, tan cierto como la Tierra da vueltas”. El cambio cualitativo que las palabras nacidas bajo la nieve traen a la historia es evidente: la búsqueda inicial, espontánea, como reacción inmediata a los horribles asesinatos se transforma aquí en empresa mítica, en búsqueda premeditada, incansable, obsesiva, al tiempo que el propio Ethan se transfigura en un auténtico Ulises tejano, embarcado en su propia Odisea. Al igual que el héroe clásico, Ethan se enfrentará a los peligros de un entorno natural hostil y díriase que hechizado, en eterna alianza con los comanches (de hecho, ya ha empezado a luchar contra un nuevo antagonista en la historia: la abundante y persistente nieve, en la que ha perdido el rastro de los secuestradores de Debbie), y llevará a cabo su propio descenso a los infiernos.
Precisamente es a un Ethan ya descendido a los infiernos al que vemos en la otra gran irrupción de la nieve en “Centauros del desierto”. El protagonista, en un arrebato de locura, dispara indiscriminadamente contra una inmensa manada de bisontes que tratan de procurarse algo de alimento en una nevada pradera, y lo hace para que no puedan servir de alimento a los comanches durante la estación invernal. Su sobrino Martin trata en vano de convencerle de lo inútil de sus esfuerzos. Emerge aquí la descomunal figura del cineasta autor y artista, la personalísima y poética mirada de Ford sobre un paisaje, una historia y unos personajes por los que sentía auténtica devoción: la poderosa estampida de los bisontes asustados por los disparos sobre la llanura helada, el febril paso, al ritmo de la música, de los soldados de Caballería sobre las cristalinas aguas de un río que inicia su deshielo, la desoladora estampa del campamento comanche arrasado por los soldados –fuego y muerte sobre la nieve.
Desde la primera vez que vi “Centauros del desierto” quedó fijada en mi retina la poderosa y sugerente imagen de la nieve en el filme, quizá debido en buena manera a su telúrico y acusado contraste con el rojo de la tierra arcillosa y el ámbar de la casi desértica arena que sirve de escenario a la mayor parte de la historia. Como antes debió de hacerlo también en la retina cinéfila de George Lucas, admirador confeso de John Ford, y de sus colaboradores, quienes parecen querer rendir merecido homenaje al maestro en “La guerra de las galaxias” (“Star Wars”, 1977): la escena donde, rodeado de inmensos arenales, Luke Skywalker contempla con desolación la vivienda en llamas en la que, durante su ausencia, sus tíos han sido asesinados por las tropas imperiales replica fielmente en la composición de sus elementos aquella de “Centauros del desierto” donde Ethan Edwards regresa para hallar muerto a su hermano, junto con su esposa e hijo varón, entre los todavía humeantes restos de su solitaria casa en la desértica llanura. A su vez, el espectacular escenario nevado sobre el que se desarrolla la gran batalla en la base rebelde del planeta de hielo Hoth en “El imperio contraataca” (“The Empire Strikes Back”, 1980) queda también indisolublemente unido en el recuerdo del espectador a las anaranjadas arenas del desierto tunecino que en gran medida dominaban visualmente la primera entrega de la mítica saga de westerns galácticos. Celuloide de arena y nieve.
Reportaje sobre “Rocco y sus hermanos” (Luchino Visconti, 1960) en el programa de la 2 de TVE "Días de Cine"
“Eduardo Manostijeras” (Tim Burton, 1990): Escena de la danza bajo la nieve
“Centauros del desierto” (John Ford, 1956): Trailer con escenas de arena y de nieve
“La guerra de las galaxias” (1977, George Lucas): Fragmento que incluye al final la escena en la que Luke Skywalker descubre el asesinato de sus tíos
Fragmento de la versión televisiva de 1966 de la historia corta de Truman Capote “A Christmas Memory”, narrada por el propio escritor
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