
Para qué lo voy a negar. Desde hace ya tiempo me prodigo poco, muy poco, por las salas de cine. Sin embargo, atraído a partes iguales por el tema del filme y por la lectura este verano de un par de reseñas realmente elogiosas a cargo de críticos de los que me fío, esta tarde he ido a ver “El origen del planeta de los simios” ('Rise of the Planet of the Apes'. Rupert Wyatt, 2011). La película me ha parecido realmente interesante y con tanta tela que cortar en su exégesis, que creo que se hará necesario un segundo visionado. Por el momento me limitaré tan sólo a recortar un pequeño retal. Se trata de una escena que actúa de verdadera bisagra en el devenir argumental de la historia. Hasta tal punto impactó en mí la misma que, en mi condición ya asumida –eso sí, a mucha honra- de cinéfilo de salón, moví la mano derecha en un gesto espontáneo, tratando de coger el mando a distancia para dar hacia atrás al DVD y verla de nuevo. Esto me recuerda los ya distantes en el tiempo últimos partidos de fútbol que presencié en un estadio. Cuando me perdía un gol –cosa habitual porque cada vez me dedicaba más al análisis sociológico de lo que acontecía en la grada que a las evoluciones de los jugadores sobre el césped-, me quedaba esperando sin éxito a la repetición televisiva. Pero volvamos a la escena en cuestión. Ésta se caracteriza por presentar una arquitectura diríamos que triangular, puesto que se desarrolla en un vértice de tres personajes: el padre del científico protagonista de la historia, su vecino y la verdadera estrella del filme, el chimpancé César. El padre del protagonista, ya en su tercera edad y aquejado de Alzheimer, aprovecha un día la ausencia de casa de su hijo para, en pijama, bata y zapatillas, salir a montarse en su coche aparcado delante de su domicilio, en un tranquilo y elegante suburbio (en el sentido estadounidense del término) de San Francisco. El coche en el que se introduce el personaje magníficamente interpretado por John Lightgow resulta ser el de su vecino, que es del mismo modelo que el suyo. Debido a su enfermedad, el hombre carece de la coordinación necesaria para manejar el automóvil y, totalmente descontrolado y desbordado por la situación, empieza a golpearlo contra los coches estacionados delante y detrás –aunque en registro y tono bien distintos, la escena dialoga claramente con una similar interpretada por Woody Allen en “Annie Hall” (1977), cuando intenta aparcar con su sempiterna torpeza su escarabajo Volkswagen descapotable delante del gimnasio donde juega al tenis con sus amigos de Manhattan. El vecino, que incrédulo ha observado toda la escena desde una ventana de su casa, se dirige enfurecido hacia su coche y, pensando sólo en los desperfectos sufridos por la máquina, ignora por completo relación vecinal, edad avanzada y grave enfermedad, para dar rienda suelta a la bestia que lleva dentro: aunque su enfermo y desvalido vecino le explica que se ha confundido de coche y trata de disculparse, lo saca violentamente del vehículo agarrándolo por sus ropas, lo zarandea, le vocifera sin compasión, en la propia acera empieza a llamar con el teléfono móvil a la policía y le golpea repetidamente con su dedo índice en el pecho. César, el Prometeo simiesco -no es sólo en esta escena donde el paralelo con el “Frankenstein” de Mary Shelley es nítido- ha sido testigo de todo desde la claraboya de la buhardilla desde donde ha empezado a estudiar el mundo exterior a la casa en la que, como en una burbuja de cristal, ha ido desarrollando unas asombrosas y casi humanas capacidades cognitivas y afectivas, resultado de la experimentación científica de su propio dueño en busca de la cura para su padre. Es precisamente el cariño que siente por el padre del investigador lo que, en su afán por defenderlo, hace que el hasta entonces dócil simio humanizado recurra a su violencia animal y ataque sin piedad al dueño del coche. Lo golpea con fuerza, lo arroja desde el porche de su casa al jardín y, en un momento de terrible crueldad, lo tira al suelo y le arranca un dedo de un mordisco. Los gritos del hombre se entremezclan con los de su hija y con la mirada aterrada del resto de su familia, de sus vecinos, el enfermo incluido, que no da crédito a la conducta que ha presenciado en su querido chimpancé. César recupera entonces su humanidad para horrorizarse de su propia acción (impagable la actuación con la mirada del actor Andy Serkis tras la simiesca máscara durante toda la película), claramente inducida por el terrible descubrimiento que acaba de hacer en su inesperada pérdida de inocencia –afín a la experimentada por la criatura de Shelley: la bestia que el ser humano (sea éste el vecino o el propio mono-hombre) esconde en su interior y que puede convertirlo, en el momento menos pensado, en un lobo que despedaza a dentelladas a su semejante. La salvaje representación de la máxima de Hobbes en un apacible barrio residencial norteamericano, el diabólico triángulo de la bestia humana, la violenta reacción en cadena de relaciones físicas y emocionales entre los tres personajes que llega a alcanzar con inusitada fuerza al espectador componen sin duda una de las escenas de “El origen del planeta de los simios” que más huella, emocionalmente dolorosa aunque a la par intelectualmente estimulante, ha dejado en mí esta tarde de sábado.
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