A mediados de los setenta yo era un niño y la playa onubense de Mazagón era el Paraíso Terrenal. Allí solía pasar los infinitos veranos de la niñez, en compañía de mis padres, mi hermano y de unos vecinos a la par que amigos íntimos, a cuyos hijos conocía de nacimiento. Cuando ahora miro hacia atrás a aquella época, el recuerdo de aquellos largos veranos, levemente difuso ya en los pequeños detalles, pero gloriosamente diáfano en los grandes trazos, despliega ante mí el dibujo ameno e idealizado de una Arcadia infantil: una existencia placentera, profundamente feliz aunque sin ningún tipo de artificios, que durante tres largos meses- los que iban del quince de junio al quince de septiembre-, quedaba completamente al margen e inalterada por los avatares de la vida durante el período escolar. En la amplia casa alquilada que habitábamos ambas familias, el animado centro de reunión nocturna no era el salón sino la amplia terraza con su gran balconada, y la pantalla a la que dirigíamos las miradas no era la de la televisión – que ni siquiera teníamos-, sino el negro inmenso del cielo estival que, majestuoso, se ofrecía ante nosotros cual mágico teatro de los sueños. Los programas de los que podíamos disfrutar en tamaña pantalla eran a cada cual mejor: una inesperada y meteórica lluvia de estrellas, que rasgaba la oscuridad del firmamento con su fugaz blancura; el esperado y ritual paso a la misma hora de la noche de un satélite artificial, que orbitaba sobre nuestras cabezas durante un par de minutos y que para unos niños era un cohete con rumbo a la luna y para otros un platillo volante que vigilaba sigiloso nuestros movimientos; las minúsculas luces de alguna nave nocturna que, inadvertida para el común de los mortales, avanzaba lentamente para perderse en el precioso y evocador conjunto de las luces del puerto. Cuando se acababa la programación celeste, llegaba el ansiado y reconfortante momento musical nuestro de cada día: los dos padres, guitarra en ristre, nos regalaban una interminable secuencia de melodías extraídas de la banda sonora de su juventud. Quizá en aquel momento, aunque bonitas y entretenidas, podían parecerme algo anticuadas; ahora todas ellas ocupan por pleno derecho su lugar particular en mi corazón. Cuando hoy en día cojo de mi amplia colección un disco de Nat King Cole, en su mayoría de su etapa jazzística norteamericana, inmediatamente viene a mi mente los tiempos en que “si Adelita se fuera con otro, la seguiría por tierra y por mar” y veo aflorar en mí mucho de lo mejor de mí mismo. El inmenso arenal de la playa era obviamente otro de los grandes escenarios: salpicado por contadas sombrillas y enmarcado, por un lado, por la hilera de toldos donde todo el mundo se conocía y se desarrollaban conversaciones y escenas de una animación diría que felliniana y, por otro, por la lejana orilla del mar, a la que la espectacular anchura de la playa parecía colocar siquiera unos metros por delante de la línea del horizonte. La playa era por aquel entonces una pequeña ciudad de los prodigios, como el acaecido un verano entrado ya el mes de septiembre y con el que pondré fin a mi paseo por la memoria de aquellos estíos. Los niños y uno de los padres nos embarcamos pasado el mediodía en uno de nuestros habituales paseos-aventura hacia los remotos confines de la playa, donde el paisaje, tachonado de rojizos cabezos, se iba haciendo cada vez más agreste. Mientras caminábamos por la fina arena en animada charla, alejándonos cada vez más de la civilización, el cielo, sin que nos percatáramos de ello, inició una repentina metamorfosis cromática: del azul radiante al gris preocupante, para acabar en un violeta decididamente amenazante. Sin camiseta, sin chanclas, sólo con el bañador y en la tierra de nadie playera, donde no había ni bañistas ni toldos donde poder cobijarse, se precipitó sobre nuestras cabezas con toda su fuerza ancestral y primigenia una poderosa tormenta de verano. Pensando que el mejor remedio contra el agua era la propia agua, corrimos en desbandada a zambullirnos en el mar: lluvia purificadora sobre las sagradas aguas marinas, comunión inolvidable del líquido elemento con nuestro propio ser. Septiembre bajo la lluvia en un verano de la niñez.
Incluyo a continuación una selección de canciones directamente inspirada por mi texto:
Dinah Washington: September In The Rain
Ella Fitzgerald & Louis Armstrong: Stars Fell On Alabama
Dinah Washington: Destination Moon
Brian Setzer: Flying Saucer Rock ‘n’ Roll
Elvis Presley: Harbor Lights
Nat King Cole: Noche de ronda
Pat Boone: Love Letters In The Sand
Nina Simone: Take Me To The Water
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